Mariana
Por Fredy Alexander Calderón Puma
Despierto de un sueño en el cual Mariana se iba de la casa. Abro los ojos, ella duerme, lleva el vestido rojo de la noche anterior. Contemplo a mi compañera tendida sobre la cama y con la cara vuelta hacia mí. “Buenos días, amor”. Parece ofrecerme su deliciosa boca entreabierta. Sus dientecillos de porcelana realzan el color de sus labios. El perfil de su rostro se destaca sobre la tela de la almohada.
El aire denso inunda la habitación. Me levanto lentamente de la cama procurando no causar el chirrido de las maderas, abro las ventanas y me dirijo al baño, cargo el vidrio que está cerca al lavabo y lo sitúo detrás de la puerta del tocador. Desnudo entro a la ducha. Termino de bañarme, cierro la llave, me coloco la ropa interior. Mirándome al espejo abotono la nueva camisa blanca. Me pongo un pantalón de color plomo y acomodo mi corbata. Le comienzo hablar mientras me afeito frente al espejo, ella no responde sigue tendida y con el rostro hacia donde estoy.
Aun percibo lo mismo que hace veinte años, cuando ella se arrojaba a mis brazos, como una niña que buscaba refugio del mundo exterior. Experimentaba una sensación de éxtasis que recorría todo mi cuerpo.
Me siento en la cama, me pongo los calcetines y los zapatos. Me atraen sus pequeñas manos, las acaricio y las juntos, las acerco a mi rostro luego las dejo caer sobra la cama, mis dedos exploran la ruta imperceptible de sus venas. Presiento que Mariana está sonriendo pero cuando miro hacia su rostro ella conserva esa actitud distante.
Voy a la sala, tomo mi maletín acomodo mis documentos de la oficina, después coloco en la tornamesa nuestra canción favorita, “La vie est rose” de Edith Piaf, regreso a nuestro cuarto. Levanto a Mariana del lecho, la llevo hacia la sala, su cabeza se descuelga de mis brazos, abre la boca, pero no pronuncia ninguna palabra. Nos detenemos, la sujeto por la cintura y bailo con ella. La hago despegar del piso, sus zapatitos quedan por instantes colgados en el aire, mientras abandona su cuerpo para que yo la dirija en el baile, sigue mi lentos movimientos, la abrazo y me apoyo en su hombro, la sostengo por la cintura y la espalda. “Que hermosa balada, es increíble cómo no nos cansamos de oír y bailar la misma melodía”. Mis dedos acarician su piel coriácea y rozo su pecho triste. De su cabellera se descuelga un rizo que ignora el viento, el sonido de la canción retumba en la sala, le hablo de nuestro futuro y sospecho que Mariana llora en silencio.
Al concluir la pieza musical, la llevo de nuevo a la alcoba, la siento sobre nuestro lecho, la beso, deshago los nudos que sujetan el vestido a su cuerpo, me dejan ver los senos que ocultaban. Termino de quitarle el atuendo, lo guardo en el ropero junto a otros, le quito los zapatos, los coloco bajo nuestra cama. Ella se encuentra echada en medio de un desierto de sábanas.
La alzo, miro su rostro que emana una dulce indiferencia hacia el mundo que la rodea, la llevo al baño me despido de ella con un beso en la mejilla “te quiero Mariana, volveré temprano”, dejo caer su cuerpo suavemente en la tina llena de formol, se sumerge, y aparecen gotas de aire que explotan en la superficie, observo a Mariana por última vez, tapo la tina con el vidrio que acomodé detrás de la puerta del baño, me levanto recojo el maletín de la sala y me dirijo al trabajo.