Vacunas contra el COVID-19. (Foto: Minsa)
Vacunas contra el COVID-19. (Foto: Minsa)
Mario Zúñiga

Estamos siendo testigos de una polémica bastante infructuosa en torno a la posibilidad de que el sector privado importe y comercialice vacunas contra la . Ya sea porque se adopta una posición meramente ideológica o porque se asume que “el otro” en el debate la adopta. Por un lado se multiplica al Estado por cero por ineficiente, ignorando nuestro historial de vacunación exitosa; por el otro, se desconfía excesiva y generalizadamente del sector privado. Otros toman posición con cálculo político.

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El debate, partamos aclarando ello, no es tan relevante en el corto plazo; pues ya quedó claro que por ahora los laboratorios que están produciendo las vacunas autorizadas, al menos en su gran mayoría, canalizarán toda su oferta a través de Estados. Hoy en día, y sin perjuicio de que el sector privado pueda apoyar en el aspecto logístico o en puntos de vacunación específicos, el Estado será el que compre, distribuya y aplique las vacunas. Y eso no está mal. En contextos como este, usar el aparato estatal es la estrategia óptima de vacunación; por la escala que puede alcanzar el Estado, por su capacidad instalada e información con la que cuenta, y porque una vacunación adecuadamente priorizada puede servir para minimizar los daños sociales generados por una pandemia.

Dicho esto, no debemos perder de vista el mediano y largo plazo. Una vez que se haya cumplido con las primeras fases de vacunación, y presumiblemente tengamos mayor capacidad de producción y más vacunas con autorizaciones completas, podríamos y deberíamos pasar a una etapa de vacunación masiva donde la priorización será menos relevante. En ese escenario, una vacunación privada en paralelo a la pública puede ser beneficiosa, y debemos preparar el marco regulatorio para ello.

En el Perú, felizmente, y más allá del debate y ruido político, la regla general aplicable a la actividad privada es que todo lo que no está prohibido está permitido. Por supuesto, el Estado puede regular determinadas actividades cuando haya comprobadas “fallas de mercado”, temas de salud pública o seguridad nacional. También puede hacerlo por razones de equidad. Pero toda limitación, incluso en épocas de emergencia, debe ser idónea, razonable y proporcional.

Hoy, en un hecho que pocos en el debate mencionan, la Ley 31091 ya permite la comercialización por parte del sector privado, siendo la única limitación que se respeten los permisos regulatorios aplicables, y que se respete la norma del Código Penal contra la usura. Para que esta última norma sea aplicable, el Estado debe fijar un precio. Y más allá del impacto que pueda tener la regulación de precios (sobre lo cual ya opinamos en este mismo diario el 1 de junio de 2020: “), fijar uno puede ser complicado en el caso de las vacunas, dado que existen diversos productores con precios y costos distintos. Es, más allá de la escasez imperante actualmente, un mercado razonablemente competitivo.

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No se puede perder de vista que el coronavirus llegó para quedarse. En el futuro, necesitaremos vacunarnos periódicamente, y nuevas versiones de las vacunas para las mutaciones del virus que surgirán. Esto es, precisaremos de más y mejores vacunas. Lo que deben hacer los gobiernos, en ese sentido, es promover más innovación y más producción de vacunas, y ello implica —más allá de que en el corto plazo la estrategia óptima de vacunación sea pública— dar señales claras a quienes pueden contribuir a aumentar esa oferta y acceso: así como hoy sucede con otras vacunas (aunque sean una minoría), clínicas, consultorios, laboratorios (y otros actores que sigan todos los protocolos médicos aplicables, por supuesto) deben poder sumarse al esfuerzo estatal, y que lo podrán hacer sin mayores trabas. Más compradores generarán más competencia, lo cual contribuirá a tener más y mejores vacunas al menor precio posible.

El ruido político de hoy puede generar trabas regulatorias mañana. Evitémoslo.

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