Cuando me enteré de que a Julio Cortázar le gustaba el jazz, me puse a escuchar jazz. Es más, sólo ponía a Charlie Parker y, aunque me sonasen igualitas todas las canciones, dejaba corriendo el programa, descargando cuanta música pudiese del Ares para luego aglutinarla en carpetas en las que también se colaban los troyanos, los archivos maliciosos y los virus.
“Como sucede, lo conocí antes de conocerlo”, escribió Carlos Fuentes en el texto de presentación de la Cátedra Latinoamericana sobre el escritor argentino en la Universidad de Guadalajara, y a mí, como a varios de nosotros, me pasó algo similar en los primeros ciclos universitarios. Llegué a su obra y a él sin ningún conocimiento previo más que el de la mención de su nombre que, si lo había oído, me resultaba todavía un enigma. Como un rumor.
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El primer libro que me compré de él fue “62 Modelo para armar” y fracasé en su lectura inicial. Si me hubiesen preguntado de qué iba, no habría podido ensayar ni media frase, así que ni lo comenté entre los chicos y las chicas que de vez en vez se ponían una camiseta con su rostro o llevaban Rayuela debajo del sobaco. Era un proceso engorroso y hasta patético lo de parecer intelectual a los dieciocho o veinte años, y se complementaba con la negación de mi yo anterior, pelotero y bailarín.
Dejé el libro en mi estante, adelante, refulgente y a la vista de todos para que viesen que, aunque de segunda, uno leía cosas importantes. Me repetí eso durante algunas semanas.
Una tarde, retrasado para la clase de Estadística, me quedé en el patio y me encontré con mi amigo Charly, un abogado diez años mayor que yo, que se había puesto a estudiar Comunicaciones con el afán de ser publicista. Charly, que tenía encima una carrera, cien libros leídos más que yo y unos lentes de carey con montura naranja y negra, me mostró una caricatura que había hecho de Cortázar para ilustrar un libro que tenía en mente escribir. O al menos eso creí. No le conté mi fracaso con la novela que había dejado en mi paupérrima biblioteca, así que me quedé oyéndolo mientras tomaba notas mentales de algunos títulos que me sugería. Si no podía seguir a Julio, seguiría a Charly.
Me tomó una madrugada entera convencerme de que algo más sabía de Cortázar, o al menos en la superficie. Me senté al lado de mi cama, frente a la computadora y descargué “Casa tomada”, “El perseguidor”, varios cuentos de “Historias de Cronopios y Famas”, “Carta a una señorita en París”, “Cuello de gatito negro”, “La autopista del Sur”, “Queremos tanto a Glenda”, “Continuidad en los parques”, y me los leí en una noche escuchando ese bendito jazz y tomando vino barato.
A la mañana siguiente me desperté hecho una caricatura afrancesada, negra y afrancesada, y con diez lecturas más que el día anterior. Aunque en esa impostación y en esa pose no había encontrado nada, me uní al íntimo universo cortazariano del que hablaban personas que se parecían a lo que yo quería ser y entendí, sólo un poco, a qué se referían muchos con la actitud transgresora que había en sus textos, lo lúdico, conmovedor y pensativo que te dejaba haberlos leído.
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De a pocos, y habiendo entrado por la puerta falsa, le agarré el gusto y hasta el fanatismo, sobre todo luego de ver íntegra, un par de veces, la entrevista de dos horas que le hizo Joaquín Soler Serrano en el programa de televisión español “A Fondo”, en la que descubrí que era menos mítico, menos espeso y lejano de lo que yo creía. Descubrí, por ejemplo, que nació en Bélgica, que arrastraba la erre, que le producía pudor que lo llamasen escritor y que tenía un compromiso colosal con sus convicciones políticas, o que su primera gran decepción se produjo cuando, de pequeño, tras escribir unos poemas y mostrárselos a su madre, esta no le creyó que habían salido de su cabeza.
Así, accidentado y sin una pizca de lo que llaman glamur o herencia cultural, me empecé a interesar más por su figura y sus libros, tanto que cuando apareció Papeles Inesperados, ese volumen que reúne los textos inéditos que guardó en cajones y que fueron descubiertos por su viuda y albacea, Aurora Bernárdez, le pedí a mi mamá que vivía en la Argentina, que me lo mandase porque yo no sabía si llegaría por acá. Mi madre, que no es lectora, y con quien comparto pocas cosas, entre ellas el parecido físico, no tardó en pasar por una librería y mandármelo después de su trabajo cuidando a una vieja bailarina de ballet que ya estaba en sus ochenta y tantos años. Mamá, curiosa por mis inquietudes, tuvo la fenomenal idea de hacerme una corta pero cariñosa dedicatoria.
Así llegué a Julio para, probablemente, no irme nunca más.