El movimiento Black LIves Matter, que pide el fin del racismo y la brutalidad policial, resurgió después de la muerte de George Floyd a manos de un oficial blanco. (Foto: Jeenah Moon/AFP).
El movimiento Black LIves Matter, que pide el fin del racismo y la brutalidad policial, resurgió después de la muerte de George Floyd a manos de un oficial blanco. (Foto: Jeenah Moon/AFP).
/ Jeenah Moon
Rómulo Acurio

A primera vista, el resurgimiento de en Estados Unidos interesa solo tangencialmente a América Latina y al Perú. El racismo que padecen allá los afroamericanos es similar, en varios sentidos, al que afecta a nuestras minorías étnicas, afrodescendientes e indígenas, relegadas por discriminaciones socio-laborales seculares, lo que se hace más patente durante esta pandemia.

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Sin embargo, visto con atención, el movimiento generado por la muerte de nos interpela de un modo más incisivo, por sus actores y por sus reclamos. Quienes han salido a las calles en Minneapolis, Nueva York o Seattle son, en gran parte, jóvenes, con buenos niveles de estudio, de origen multiétnico y con alto porcentaje de blancos. Marchan porque no soportan que la economía les cierre las oportunidades de educación, salud, trabajo y calidad de vida y se las entregue en abundancia a unos pocos, y porque, en adición, cierta clase dominante los asigne de modo autoritario y expeditivo (profiling) a identidades étnicas, sexuales o comunitarias en la que no se reconocen, por ser estereotipadas o menospreciadas.

Este momento histórico se distingue porque los dos procesos, el económico y el cultural, confluyen con creciente violencia, acentuados por la pandemia y el abuso policial. A mi entender, el punto crucial es que ambos atentan frontalmente contra el ideal de realización personal, ese axioma de nuestro tiempo que la cultura popular global promueve con su potencia simbólica, según el cual cada individuo puede – más aún, debe – construirse como sujeto, eligiendo sus identidades y desarrollándolas plenamente. Sin duda, se trata hoy de un ideal frágil, porque contrasta cada vez más con la desigualdad de oportunidades y porque alienta una identidad uniforme y superficial, poco atenta a la complejidad de cada historia personal, local y nacional.

Esta constatación es directamente relevante para América Latina y el Perú. Entre nosotros, prosigue la marginalización de las poblaciones afrodescendientes e indígenas - andinas y amazónicas -, y es urgente que el Estado y la sociedad consigan su inclusión socio-económica e intercultural. Pero es un grave error seguir pensando, como todavía ocurre entre nosotros, que el anti-racismo se agota allí.

Creo esencial entender que la cultura popular global acentúa, no amengua, el racismo principal de América Latina y del Perú, el racismo mestizo, que se ejerce no entre personas de origen o color distintos, sino entre personas que, al competir por la misma aspiración, aquel ideal contemporáneo de realización personal, se asignan recíprocamente categorizaciones inmediatistas, simplistas o despreciativas.

Por eso, el anti-racismo latinoamericano y peruano debería ir más allá de combatir la exclusión de las minorías. Debería terminar por admitir que nuestro racismo es inter-personal y no solamente, ni principalmente, inter-grupal. Debería promover un cuestionamiento del ideal global de realización personal alentando, en su lugar, habilidades blandas de introspección y de expresión que ubiquen a cada individuo, en diálogo con los demás, en su contexto social e histórico, reconociendo que cada persona es transformadora y no solo depositaria de varias memorias - familiar, barrial, regional, nacional -, en las que tiene derecho al arraigo como al desarraigo, pero sin las cuales no puede completar su realización como individuo.

Para extender la práctica de esas habilidades, necesitamos un espacio de libertad cultural, es decir una democracia que, en adición a la ciudadanía política e inclusión socio-económica, establezca normas y políticas de una educación crítica de las memorias, de promoción afirmativa y transformativa de las identidades vigentes, de cuestionamiento del discurso habitual sobre el mestizaje y de nuevas formas de patriotismo abierto, sobre todo entre los niños y jóvenes.

Haríamos bien en América Latina y el Perú en observar con cuidado lo que ocurre en Estados Unidos para evitar soluciones equivocadas – como reforzar el comunitarismo o apurarse a derribar estatuas – y para entender en cambio que, si queremos salir de esta crisis engrandecidos, deberemos no solo reanudar el crecimiento y el desarrollo, si no revisar los cimientos culturales de nuestra democracia.

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Rómulo Acurio es autor de “La democracia como activismo cultural. Racismo, competencia identitaria y libertad cultural en el Perú”, Tambo de Papel, Lima, 2011.

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