En 2001, el enemigo número uno de Occidente se llamaba Al Qaeda. Después de veinte años de guerra, el panorama es desolador: el yihadismo ha hecho metástasis, los grupos son más numerosos y se han expandido a otros continentes.
Las cenizas de las Torres Gemelas seguían ardiendo cuando el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, lanzó lo que llamó una “guerra” contra el terrorismo.
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En la línea de mira estaba el régimen talibán de Afganistán, que había permitido a Al Qaeda preparar el atentado más mortífero jamás perpetrado contra un país occidental.
Dos años después, tras una primera victoria militar, Bush afirmó: “En Afganistán, hemos contribuido a liberar a un pueblo oprimido y seguiremos ayudando a hacer que su país sea seguro, a reconstruir su sociedad y a educar a todos sus hijos, niños y niñas”.
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Pero veinte años después, los talibanes retomaron el poder en Afganistán y están reinstaurando la sharia (ley islámica). Independientemente de que sus discursos apaciguadores se consideren o no creíbles, lo cierto es que los islamistas ultrarradicales que gobiernan el país son muy cercanos a Al Qaeda.
¿Esto quiere decir que la guerra contra el terrorismo fracasó? “Lograron matar a Osama Bin Laden, pero si el objetivo era acabar con el yihadismo transnacional, es un fracaso total”, afirma Abdul Sayed, politólogo de la Universidad de Lund (Suecia).
Un balance desastroso
Es cierto que Estados Unidos no ha sido víctima de un ataque similar al del 11-S en 20 años, pero los objetivos fijados “eran inalcanzables”, señala Assaf Moghadam, investigador del Instituto Internacional de Contraterrorismo (ICT) de Israel. “El terrorismo no puede ser derrotado. La amenaza está en constante evolución”, explica.
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El Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) de Washington estimó en 2018 que el número de grupos activos (67) estaba en su nivel más alto desde 1980. En cuanto al número de combatientes, varía, según las fuentes recopiladas por el CSIS, entre 100.000 y 230.000. Esto supone un aumento del 270% en comparación con las estimaciones de 2001. Aunque las cifras pueden ser discutibles, la tendencia no lo es.
A la vista de los gastos generados - probablemente más de un billón de dólares sólo para los estadounidenses en Afganistán - el balance es desastroso y se cometieron errores, según los analistas.
Entre los errores más graves, se cita habitualmente el derrocamiento del régimen iraquí de Sadam Husein en 2003. “Permitió que Al Qaeda resucitara, lo que sentó las bases para la creación del Estado Islámico”, afirma Seth Jones, experto en terrorismo del CSIS.
Un yihadismo bicéfalo
Más allá, los expertos describen una estrategia que favorece la confrontación, sin tomar suficientemente en cuenta el caldo de cultivo del yihadismo, como la guerra, el caos o la corrupción.
“Conflictos como el de Siria pueden movilizar y radicalizar a miles de combatientes en un corto lapso de tiempo”, afirma Tore Hamming, investigador del Departamento de Estudios de Guerra del King’s College de Londres.
“Uno de los mecanismos más fuertes para evitar el reclutamiento de militantes islamistas es ofrecer a la gente mejores alternativas. Las armas no hacen eso”, añade.
Veinte años después del 11-S, el panorama ha cambiado totalmente. El yihadismo era monocéfalo, encarnado por Al Qaeda, ahora es bicéfalo, con la aparición del grupo Estado Islámico.
El alcance geográfico de la amenaza yihadista también ha cambiado. Antes, los grupos estaban presentes en Medio Oriente, pero ahora están activos también en toda África, la mayor parte del mundo árabe y el sur y sureste de Asia.
“Ya no estamos hablando de un pequeño número de personas que deben ser incluidas en una lista de vigilancia. La amenaza ha hecho metástasis. Hay más regímenes, en zonas dispersas, que se enfrentan al extremismo violento”, explica Moghadam.
Nuevo orden mundial
África se ha convertido en la nueva frontera del yihadismo entre el Sahel y el Magreb, Somalia y Libia, Mozambique y la República Democrática del Congo (RDC). Una expansión que suena a fracaso.
El frente de la yihad “se ha trasladado de Oriente Medio a África”, apunta Brenda Githing’u, analista antiterrorista basada en Johannesburgo. Para ella, Occidente ha sido incapaz de “anticipar la aparición de un nuevo campo de batalla y de tener en cuenta el potencial de África en términos de una nueva yihad”.
El orden mundial también ha cambiado. El 11-S proclamó de la noche a la mañana al terrorismo islamista como el “enemigo número uno” de Estados Unidos y sus aliados. Desde entonces, han aumentado las tensiones con Irán, Rusia y China.
Al mismo tiempo, están surgiendo otras amenazas. Ni Al Qaeda ni el Estado Islámico parecen tener los recursos para cometer en lo inmediato un ataque masivo contra Occidente, como el atentado de París del 13 de noviembre de 2015, pero la amenaza de los “lobos solitarios”, a menudo radicalizados en Internet y que matan indiscriminadamente, en nombre de unos u otros, con una pistola, un cuchillo o un camión, tiene a los servicios de inteligencia desbordados.
Lo que es cierto es que veinte años después, la amenaza yihadista no ha desaparecido, sino que ha mutado.
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