Miguel Henrique Otero

He tenido la oportunidad de leer entrevistas y artículos de al menos unos diez académicos y consultores en materia electoral, tanto de América Latina como de Europa, y en todos hay una coincidencia en la más noticiosa de las apreciaciones: el descaro del fraude electoral cometido por y su amanuense, Elvis Amoroso, no tiene antecedentes en la historia electoral moderna.

Los casos conocidos y estudiados tienen dos características que predominan. La primera es que la diferencia entre el volumen de votos del ganador legítimo y del perdedor rara vez supera el rango del 10% o el 12%. La segunda es que, para ocultar la acción fraudulenta, el diseño del fraude combina el juego limpio con el juego sucio. Por lo tanto, una de las premisas técnicas del fraude es que sea limitado. No puede ser masivo o total, porque ello lo hace evidente para los electores, para los candidatos víctimas de los delitos y para las autoridades electorales.

Sin embargo, en el caso de , lo ocurrido el 28 de julio hace añicos el modus operandi conocido hasta entonces. El fraude diseñado por Maduro y su equipo se proponía generar entre el 15% y el 18% de los votos (lo que ya constituía una osadía extrema), entre los votos emitidos a favor de Edmundo González Urrutia que se robarían y los votos que se atribuirían a Maduro provenientes de electores que no asistieron a la jornada electoral. Impedirían el acceso de los testigos opositores a los centros de votación, para así forjar varios miles de actas que modificarían la voluntad de los electores.

Así estaban las cosas cuando, casi a la 1:30 p.m., Maduro fue informado de que no se trataba de una derrota por unos pocos puntos, sino de una paliza que le fue comunicada en estos términos: de cada tres votos, dos son para González Urrutia. Maduro lo entendió: no había cómo cerrar semejante brecha. Y es entonces cuando ordenó la ejecución de un fraude masivo: inventar unos resultados, los que fueran, en los que se le declarara ganador. Lo que pasó a continuación lo vio el planeta entero: Amoroso lo declaró vencedor en una rueda de prensa en la que presentaron números imposibles de verificar.

¿Y cuál ha sido y es el capítulo que vino a continuación? Maduro dio la orden de perseguir, de atacar de forma salvaje e indiscriminada a los testigos electorales de la oposición, acusándolos de incitar el odio y practicar el terrorismo, solo por cumplir un deber establecido en la Constitución.

Pero Maduro quiere más. Ha anunciado la construcción de dos megacárceles. Sin pudor, ha dicho que esos centros carcelarios serán campos de reeducación, tal y como los llamaba Iósif Stalin.

Ahora bien, esta reacción se enfrenta a no pocas dificultades. La primera de ellas: en lo sustantivo, es una arremetida en contra de los sectores populares. Hasta el miércoles 7 de agosto, el 95% de los detenidos eran personas que vivían en condiciones de pobreza. La dictadura se ceba contra los pobres.

Otra dificultad sustantiva la constituye una dictadura cada vez más aislada. Desde el 28 de julio, Maduro es un apestado para la izquierda planetaria. Un impresentable, salvo para algunos canallas enceguecidos por la complicidad política. ¿Continuará el silencio de la izquierda ante la represión sistemática?

Y una tercera dificultad, muy importante, que ha pasado casi inadvertida, es que Maduro está reprimiendo con la DGCIM, el Sebin y otros cuerpos policiales. Las fuerzas militares, salvo excepciones, se mantienen al margen de la ola represiva. Son los esbirros y los torturadores los que han tomado el control de la situación. Son los reyes del momento. Maduro necesita premiarlos. Darles más. Porque son su único sostén. El resto: centenares de verdugos, miembros del alto mando militar, tropas llegadas de otros países.

Todo esto contra una sociedad cuyo rechazo al régimen, de forma insólita, ha continuado creciendo después del 28 de julio.


–Glosado y editado–

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Miguel Henrique Otero es presidente editor del Diario El Nacional