Carmen McEvoy

El Perú es, desafortunadamente, un país de oportunidades perdidas, rapacidad incontrolable, cinismo rampante y símbolos que nada tienen que ver con una cruda y surrealista realidad. Pienso, por ejemplo, a propósito del desangelado bicentenario de la , en el espectacular monumento erigido durante el gobierno militar de Velasco para conmemorar un “lugar de la memoria” sudamericana. En el país del olvido y de las lobotomías autoinfligidas, es bueno recordar que Ayacucho no significó el fin sino el inicio de un camino concebido con ideales, pero también, vale la pena recordarlo, con violencia descontrolada. Una “habilidad” indispensable para participar en el reparto de la joven república del Perú, que esa aparente unidad monolítica, imaginada en tiempos de una ficticia integración regional, no abordó en su complejidad. Sin dejar de reconocer que ese acercamiento era imposible para los celebrantes, lo que corresponde es una necesaria deconstrucción, en clave histórica, de dicho símbolo. No con el ánimo de devaluar una épica, plagada de luces y sus sombras, sino con la intención de mostrar las profundas grietas de toda creación humana. Entre ellas, las veleidades de un Antonio José de Sucre, en el centro del monumento, declarándonos, posteriormente, una guerra nefasta por una deuda que la Gran Colombia consideró impaga. A un Agustín Gamarra, a su izquierda, deportando sin sustento legal alguno al comandante del batallón Perú, José de la Mar (a su derecha) y a un Bolívar navegando desilusionado por el río Magdalena camino a su muerte. En breve, la lectura detallada de la alegoría de la identidad regional evidencia el derrumbe del tiempo mítico ante una cadena de eventos de naturaleza inconstitucional.

Felipe Pardo y Aliaga, quien sirvió a varios de los rapaces caudillos que peleaban por el sillón de Pizarro y además exhibió una pluma y un humor a prueba de balas, tuvo la osadía de evidenciar que el Perú era un simulacro, incluso a escala constitucional. Más aún que las palabras grandilocuentes, pronunciadas por los figuretis de turno alabando la “identidad nacional” no significaban absolutamente nada y mucho menos los decretos leyes, que se hacían y se deshacían a voluntad de los intereses del gobernante de turno y su argolla. Lo peor para él era el negacionismo de los peruanos, como avestruces sin ver la realidad.

Es, tal vez, por la constatación de la pérdida de valor de una palabra que una larga guerra, como la de la independencia, fue devaluando a sus niveles más bajos que José Gregorio Paredes, el brillante científico que concibió nuestro escudo y del cual he escrito algunos ensayos, apostó por la república en su materialidad. Discípulo de Hipólito Unanue, como lo fue también el mulato Valdez, la radicalidad conceptual de quien llevó la idea del anfiteatro anatómico a Chile y además descubrió un cometa consistió en asociar al Perú con la ciencia, mediante la celebración de sus tres reinos naturales, ya estudiados por los ilustrados. Más aún en su ensayo sobre el trabajo Paredes esbozó la noción del trabajo productivo frente a la especulación sobre la que se sostenía, en su última fase el sistema colonial. Es así que cuando el decidió celebrar con una moneda a Paredes, un peruano ecuánime, sensato y sabio, pensé en lo aliviado que se sentiría al saber que, en el Perú, existían instituciones, basadas en la razón y en las ciencias económicas, donde primaba el mérito que tanto defendió desde su cátedra en San Fernando.

No formo parte del equipo de influencers, publicistas, protocolarios o de algunos compatriotas que, probablemente, recién se enteran sobre el diseñador de nuestro escudo, ahora motivo de “debate constitucional” en la puerta del cementerio, en el que se ha convertido una república sin felicidad y mucho menos unión. Estoy cada vez más convencida que las ficciones e interpretaciones al pie de la letra, en el país de los crímenes diarios y la frivolidad presidencial, no significan nada. Y a partir de lo anterior comparto dos ideas. La primera que es necesario volver al texto de Francisco Yabar (”Monedas fiduciarias del Perú, 1822-2000″) que ilumina sobre la validez del uso del escudo rodeado de hojas de laurel por el DS de 1935. La segunda que en este momento de implosión estatal el BCR es la institución tutelar por excelencia y resulta, entonces, una verdadera paradoja cuestionar constitucionalmente el espacio donde el símbolo y el servicio civil coinciden plenamente en estos tiempos de horror.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es Historiadora

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