
El periodismo, cuando es de verdad, no está para hacerle el juego a nadie, sino para meter la pluma en la llaga. Eso lo sabía bien Albert Londres, el reportero francés que revolucionó el oficio con su empeño en hurgar donde nadie quería que se hurgara, y que lo dejó dicho con la contundencia de quien sabe que la verdad, por incómoda que sea, no tiene remedio.
Y no se equivocaba. Porque cuando el poder siente cerca el aliento de la prensa libre, su reflejo inmediato nunca es la corrección, sino el contraataque: leyes, sanciones, amenazas disfrazadas de justicia. O, si la elegancia no es lo suyo, un berrinche en cadena nacional.
En el Perú, un país que se empeña en revivir sus tragedias con la devoción de una procesión religiosa, el Congreso ha decidido confirmar su vocación liberticida aprobando en primera votación dos proyectos destinados a amordazar a los periodistas incómodos: los infames proyectos de ley signados con los números 4431 y 6718.
¡Qué conveniente! Justo ahora, cuando la prensa denuncia, investiga y expone los escándalos de los mismos congresistas que han encontrado tiempo para endurecer penas por difamación, exigir rectificaciones inmediatas y multiplicar las multas.
No sorprenden los nombres detrás de esta nueva genialidad legislativa. Está Katy Ugarte, famosa no por su brillante labor parlamentaria, sino por las denuncias de recortes de sueldo a los trabajadores de su despacho. También está Segundo Montalvo, de Perú Libre, cuya contribución al debate público se resume en solicitar aplausos para sí mismo y la Comisión de Educación que preside. Un prodigio de la oratoria.
Por supuesto, la indignación no les impidió alinear sus votos a partidos como Podemos Perú, Acción Popular, Avanza País, Somos Perú, Bloque Magisterial y Bloque Democrático Popular, mientras Fuerza Popular prefirió abstenerse en masa, con la vana esperanza de que la omisión no se parezca a la complicidad.
Pero si el Congreso se esmera en sofocar el periodismo crítico, la presidenta Dina Boluarte tampoco se queda atrás. Tras el brutal asesinato de Paul Flores, cantante de Armonía 10, la mandataria redobló su guerra contra la prensa. “Los noticieros nos quieren acribillar y arrinconar”, denunció, como si fueran los periodistas los que asesinan ciudadanos, en lugar de ser los que informan sobre los crímenes diarios que su gobierno pretende barrer bajo la alfombra.
Resulta irónico que, apenas la Sociedad Interamericana de Prensa alertara sobre el clima hostil contra los periodistas en el Perú, nuestros legisladores levantaran la mano para aprobar leyes que garantizan impunidad disfrazada de protección del honor.
¡Imaginemos el mundo que quieren imponernos! Titulares inundados de rectificaciones dictadas por políticos incapaces de reconocer la verdad, pantallas de televisión vomitando disculpas forzadas con la velocidad de un comercial de comida rápida.
Pero no nos engañemos: estas leyes no buscan justicia, ni honor ni equilibrio informativo. Lo que pretenden es domesticar a la prensa, amedrentar el periodismo, imponer una democracia mansa y moribunda, donde investigar la corrupción se convierta en delito. Y más aún, cuando el país se aproxima a un año preelectoral y el control de la narrativa se vuelve un asunto de supervivencia política.
Sin embargo, se equivocan. Porque, como recordaba Albert Londres, la pluma está para escribir en la llaga y los periodistas que hacen bien su trabajo nunca han sido los favoritos del poder. Podrán amordazar a algunos, pero la verdad es un animal salvaje: por más que la enjaulen, tarde o temprano encuentra la manera de escapar.
Y cuando eso ocurra, cuando los censores de hoy sean los defenestrados de mañana, ahí estará la prensa libre, lista para recordar quiénes fueron los que quisieron callarnos y quiénes fueron los que se negaron a bajar la cabeza.