Desde por lo menos un siglo atrás, los pobladores rurales comprendieron que parte de su postración y exclusión tenía que ver con el hecho de que no contaban con educación para sus hijos. Muchas veces, construían con sus propias manos las escuelas y hasta les pagaban a los profesores. Hasta hoy, la educación es la apuesta principal de los más pobres para que, si ya no ellos, al menos sus hijos puedan tener una vida mejor.
Tienen razón. Avanzar hacia la igualdad de oportunidades debe de ser la primera prioridad del Estado, garantizándoles a los que no tienen suficientes recursos que pueden ser competitivos con las clases medias y altas, colocando a todos en un mismo partidor para competir en la vida. Eso va mucho más allá de que todos puedan cursar estudios en colegios y universidades públicas o privadas. Se requiere que estos estén debidamente dotados de los recursos materiales, de los profesores adecuados y, en general, que presten un servicio de calidad.
En algo estábamos avanzando desde que se introdujo la meritocracia y la evaluación como mecanismos para el ascenso en la carrera magisterial (aquello que combatió ferozmente la huelga de Movadef en el 2017).
En paralelo, las universidades dejaron de faltar y empezaron a sobrar. En el ámbito público, se priorizó la demagogia de crear nuevas universidades públicas en lugares en los que no había condiciones para garantizar un nivel educativo razonable (Pedro Castillo ya ofreció una en el Vraem) en lugar de masificar esfuerzos como Beca 18, que da oportunidades a los más pobres para estudiar en las buenas universidades.
A nivel de las privadas, se autorizó aquellas con fines de lucro. Un negocio muy rentable, pero solo en pocos casos símbolos de calidad formativa. La Asamblea Nacional de Rectores fue cómplice de esta desvalorización de la oferta educativa que solo consiguió aumentar el número de taxistas con magíster.
De ahí, la reforma universitaria y el licenciamiento en la Sunedu, indispensables para empezar a revertir ese desastre en el que padres de familia y estudiantes creían que sus hijos estaban saliendo adelante, los políticos conseguían aplausos por la creación de “universidades” en lugares inverosímiles y unos cuantos privados hacían fortunas a costa de la futura frustración de sus alumnos (y agrego, en varios casos, con sospechas razonables de que se crearon como lavandería de dineros ilegales).
La reforma exigió un número importante de profesores a tiempo completo, dedicados a la formación y a la investigación, condiciones mínimas de infraestructura y tecnología para el nivel universitario y la eliminación de filiales –como la de Universidad César Vallejo (UCV) en Tacabamba– que no contaban con ninguna condición para una enseñanza adecuada.
En algo se estaba avanzando. Pero ahora, como hordas de Atila, lo están destruyendo.
Del lado de Pedro Castillo, el desastre empezó cuando despidió de mala manera a Juan Cadillo, destacado y premiado docente, del Ministerio de Educación (Minedu) para darle su cuota al Fenate (que ya sabemos de qué pie cojea) y puso como ministro a Carlos Gallardo, que será recordado por la sospechosa filtración de las respuestas de las evaluaciones de los maestros que derivaron en su nulidad. El Minedu es también responsable por la lentitud en el retorno a clases escolares después del COVID-19.
Le agrego al debe la entronización del plagio. Primero, en el Gabinete, siendo uno de los señalados el mismísimo ministro de Educación actual, Rosendo Serna. Pero el suma cum laude del plagio y otros delitos terminó siendo la tesis de magíster del presidente Castillo.
Algo tan evidente que la complicidad de la UCV ha servido solo para terminar de desprestigiar a su propietario, César Acuña, y arruinar la reputación de la presidenta ejecutiva Beatriz Merino. Además, está el daño a sus graduados y estudiantes, cuya competitividad en el mundo laboral terminará inevitablemente mermada (“Mantiene su aporte de originalidad” ha ingresado por la puerta grande de las excusas grotescas, compitiendo con “no se cayó, se desplomó” y “no es plagio, es copia”).
Paso al Congreso y vuelvo sobre el ministro de Educación, pues el hecho de que no haya sido interpelado por algo tan grave es muy decidor. Parece que hay ropa tendida en el tema. De hecho, ya “La República” le ha descubierto nada menos que al presidente de la Comisión de Educación, Esdras Medina, el plagio del 100% de un documento en un trabajo grupal de su maestría cursada en una universidad ahora sin licenciamiento.
El Congreso es a la vez el responsable de la ley contra la Sunedu a través de un pacto entre la ultraderecha y la ultraizquierda (y varios de los que se dicen de centro).
Finalmente, está la ofensiva contra la perspectiva de género, una que apunta a la igualdad de derechos, al reconocimiento y al respeto por las diferencias y por una sexualidad informada. Con ello, se asegura la permanencia del machismo, con pegalones y violadores incluidos. Es fácil prever que se mantendrán el embarazo adolescente por desconocimiento y el altísimo número de varones que no asume la responsabilidad de sus hijos; ambas, causas principales de la repetición del ciclo de la pobreza en la siguiente generación.
El proceso de destrucción de ese algo que ya se había avanzado en educación parece, por ahora, indetenible de la mano de lobbies de empresarios inescrupulosos y de los políticos con los que sintonizan.