Esta semana se conoció la decisión del aún presidente de los Estados Unidos, el demócrata Joe Biden, de utilizar una prerrogativa que la sección 2 del artículo 2 de la Constitución de dicho país le otorga –como es la de “suspender la ejecución de las sentencias y conceder indultos tratándose de delitos contra los Estados Unidos, excepto en los casos de juicio político”–, en favor de su hijo Hunter Biden, quien se declaró culpable de tres delitos graves relacionados con la compra de un arma y de nueve delitos de fraude fiscal federal.
Como ya lo explicaba Joseph Story en sus “Comentarios a la Constitución de los Estados Unidos de América”, publicados en 1833 y recientemente reeditados en el 2020, la figura del indulto presidencial, concebida como el ejercicio del poder de perdón, se sustenta en el reconocimiento de que la administración de justicia no es perfecta y, por lo tanto, se dan casos de sentencias injustas, donde hombres se vuelven víctimas de acusadores vengativos, de testimonios imprecisos o por el margen de error de los jurados y las cortes.
Así, la norma constitucional estadounidense fue concebida como una salida frente al abuso e injusticias en las que recae el poder jurisdiccional, empoderándose al presidente para que ejercite un poder corrector, siendo propuesta por Alexander Hamilton, para “restablecer la tranquilidad de la mancomunidad” en tiempos de rebelión. Recuérdese que las leyes inglesas otorgaban a los monarcas el poder de conceder clemencia a sus súbditos y ello también era ejercido por los gobernadores de las colonias británicas en América.
La lógica de encargar este poder del perdón al presidente fue que, siendo una sola persona la que intervenía, habría menos espacio para el favoritismo, el capricho personal o los resentimientos propios, toda vez que al ejercer esta atribución asume una mayor responsabilidad frente al país.
De esta forma, cuando la Constitución de los Estados Unidos contempló esta figura, lo hizo pensando en que el presidente ejercería esta potestad de manera que “dispensaría iluminadamente piedad” en aras de la unidad y justicia, y como un último recurso para las personas a las que el sistema les ha fallado, convirtiéndolo en un firme administrador de la justicia pública.
Es claro que el indulto recientemente anunciado no guarda relación con los excelsos valores en los que se inspiraron los padres de la Constitución Estadounidense. Es más, es bueno recordar que el presidente Biden había hecho una clara promesa pública en el sentido de no interferir en los casos judiciales que enfrentaba su hijo; sin embargo, el domingo sorprendió a todos con estas palabras: “Espero que los estadounidenses comprendan por qué un padre y un presidente tomaría esta decisión”.
El indulto presidencial no es cuestionable en Estados Unidos, como lo definió la Corte Suprema de Justicia en la sentencia “United States vs. Klein”, dictada en 1872, cuando se pretendió discutir la validez de un indulto.
Si bien es casi una tradición en los Estados Unidos que el presidente saliente otorgue indultos antes de dejar la Casa Blanca –Bill Clinton lo hizo en favor de su medio hermano, el último día de su presidencia–, el indulto del presidente Joe Biden deja una sensación de abuso de poder e impunidad que, como se ve, no es exclusiva de nuestros lares, pues en las democracias consolidadas también ello ocurre.