Javier Díaz-Albertini

Los 20 años de la entrega del “Informe Final” de la Comisión de la Verdad y Reconciliación () ha sido motivo para múltiples análisis sobre la implicancia que tuvo en nuestra sociedad y política. Sin embargo, uno de los aspectos más preocupantes ha sido constatar que la mayoría de los no conoce o no ha oído hablar sobre ella. Solo el 38% de la población afirma conocerla y, en el caso particular de los jóvenes de 18 a 24 años, el porcentaje baja al 15% (IEP, agosto del 2023). Lamentable desconocimiento sobre el mayor esfuerzo desplegado en comprender las causas y consecuencias del episodio más sangriento en la historia del país.

Pero este fue el destino de muchas de las iniciativas que surgieron al inicio del nuevo milenio. La CVR fue parte esencial de un impulso democratizador después de dos décadas de regímenes limitados por crisis económicas, violencia y autoritarismo. Fue una nueva “primavera democrática” en nuestra historia. Comenzó con las masivas movilizaciones contra el continuismo fujimorista. Empezó a tomar forma durante la transición con Valentín Paniagua y al inicio del gobierno de Alejandro Toledo. La suscripción del Acuerdo Nacional, el nuevo impulso de regionalización y la creación de instancias de participación ciudadana en los gobiernos locales y regionales fueron algunas de las medidas que buscaban crear las bases de una fortalecida institucionalidad democrática. Paralelamente, fueron juzgados y sentenciados los principales responsables de la corrupción endémica durante los diez años de gobierno de Alberto Fujimori.

No hay respuesta sencilla cuando intentamos explicar por qué este tsunami de intenciones y expectativas terminó debilitándose y retomando un cauce harto conocido: una democracia débil, inoperativa y poco legítima. Quizás por ello sea conveniente extrapolar las lecciones aprendidas de la Primavera Árabe (2010-2012) que movilizó a millones de personas en los principales países de la región. Aunque en algunos casos se logró derrocar a regímenes autoritarios, podríamos considerar que se fracasó en la democratización de las sociedades nacionales involucradas. Solo Túnez logró una tambaleante democracia que en los últimos meses se ha visto en peligro. ¿Qué podemos aprender de estas experiencias?

En casi todos los casos, eran movimientos que carecían de estructura o planes claros sobre el futuro. Fueron explosiones populares que causaron un vacío temporal de poder, pero, al no existir organizaciones políticas alternas consolidadas, rápidamente ocurrió el retorno de la antigua clase política. En nuestro caso, por ejemplo, los identificados por la CVR como responsables de la afectación de derechos humanos siguieron involucrados en la política y gobernando (el caso más claro fue Alan García).

Como toda primavera, fueron movimientos de corta duración y, por ende, sin posibilidad de madurar. No fueron capaces de atacar los problemas estructurales que afectaban la instauración de verdaderas democracias. Y estoy pensando fundamentalmente en la desigualdad que, acompañada de la ausencia de Estado, fueron identificadas por la CVR como principales causantes del desate de la violencia. Bajo el lema “es la economía, estúpido”, el gobernante pacto neoliberal minimizó la honda brecha entre peruanos y consideró que el crecimiento económico sería suficiente para superarla. Así hemos edificado un país en el que la mayoría vive la incertidumbre de la informalidad con servicios de salud, educación y transporte deplorables e infraestructura deficiente. Estas carencias se hicieron más que evidentes en el estallido político-social de principios de año.

Finalmente, son movimientos que no lograron hacer mella en la corrupción endémica del sistema económico-político. Y no cabe duda de que la corrupción es el principal enemigo de la democracia. Atenta contra la transparencia, la rendición de cuentas, la eficacia y eficiencia del gasto y afecta desproporcionalmente a los que menos tienen.

Las lecciones son muy claras. Sin organizaciones políticas legítimas con proyección hacia el futuro vía planes serios y realizables, la energía social creada en las movilizaciones no logra ser canalizada hacia esfuerzos sostenidos de cambio. Se disipa poco después del estallido y la clase política temporalmente agazapada regresa. Y así, en nuestro caso, justo regresó para ignorar, tergiversar y echarle tierra a las conclusiones y recomendaciones del informe CVR. Y, como sabemos bien, la verdadera muerte es el olvido.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología