Desde tiempos inmemoriales, las personas nos vamos haciendo de usos y costumbres y así hemos construido diferentes formas de hacer política.
El ideal de la política nos llama a un compromiso que destierre la búsqueda del poder como un fin en sí mismo. Cuando no sucede así, las pasiones más abyectas afloran sin pudor y nos muestran lo peor de la política o, mejor dicho, lo peor de los políticos.
Desde los persas hasta los japoneses, pasando por florentinos, rusos y demás congéneres, muchos políticos comunes se han dejado arrastrar por la filarquía; ese deseo irrefrenable por el poder así llamado por Tomás Moro en “La Utopía”.
El ejercicio despótico o corrupto del poder ha guillotinado monarcas, envilecido poderosos y ensangrentado pueblos. Por tal patología política se han invadido países, repartido territorios ajenos y concebido las más increíbles justificaciones teóricas y jurídicas.
Ante esta realidad recurrente, las personas pretendemos muchas veces imponer nuestros intereses disfrazados de razones en detrimento de indispensables comunes denominadores que favorezcan un entendimiento razonable y prioritario en el que la mayor cantidad de personas podamos vernos reflejadas y sentirnos comprometidas.
Para que esto suceda –ya que las democracias más avanzadas demuestran que sí se puede–, la libertad de encontrarnos en ideales comunes debe vacunarnos de toda posibilidad de ser inoculados por verdades únicas contrarias a la razón.
Esta resistencia me remite al areté: el concepto que los griegos concibieron como la virtud como excelencia. Cada persona en cada actividad debía procurar su areté o mayor cualidad, y la política ejercida desde la virtud no es otra que la libertad, la prudencia, la sabiduría y la justicia en plena procuración del bienestar general.
O quizás, expresado de otra manera, la virtud debe guiar los actos de quienes ejercen el poder.
Dada la postración de los valores que arrastra nuestra política, más de un lector pensará que lo que sostengo es un imposible. Está equivocado. Hay infinidad de casos –incluyendo actuales– que evidencian que tener la ambición de ejercer el poder como un medio transformador de la realidad logrando claras mejorías es posible, si lo que prima en la conciencia de quienes lo detentan, las virtudes subrayadas, resultan irrenunciables.
Esta valoración por los rasgos positivos de la política –y, por extensión, de la función pública– y por los valores que nos deben convocar es lo que marca la diferencia sustantiva entre los políticos que padecemos y los políticos que necesitamos.
Si fuera irreal o imposible nuestro deseo, no cabría referirnos a los procesos de perfeccionamiento de los sistemas políticos, de los partidos políticos y de las calidades que las democracias más avanzadas exigen de sus autoridades. Esta demanda hoy es más cruda, implacable e inmediata que antes por dos razones principales.
Primero, porque la ciudadanía no está más dispuesta a seguir perdonándoles la vida a los corruptos. Y segundo, porque hoy resulta muy fácil exigir la rendición de cuentas a quien corresponda.
El progreso moral de nuestra política sí es posible; basta con recordar a todos aquellos pillos que, habiendo tenido la oportunidad de ejercer el poder virtuosamente, hoy son repudiados en adición al examen de sus actos por las autoridades competentes.
Cierto es, también, que dichas autoridades que llamamos competentes, porque les compete investigar, juzgar y sancionar, a veces carecen de idoneidad moral, no practican el areté o la virtud en su máxima expresión.
La corrupción campea en todos lados, la sangre corre de día y de noche y el hambre no tiene nombre ni apellido. Estos males han echado raíces y toca erradicarlos para que el nuevo árbol tenga la menor cantidad posible de frutos podridos.
Estas anotaciones no convocan singularmente a nadie. Pretenden subrayar que, desde la libertad, la prudencia, la sabiduría y la justicia, es posible ejercer virtuosamente el poder, porque una cosa es la vida del común de los mortales y otra muy distinta y grave es defraudar a la gran mayoría de los mortales.