(Foto: Daniel Apuy / Grupo El Comercio)
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/ Daniel Apuy
Editorial El Comercio

Situaciones críticas ameritan respuestas de emergencia. En un contexto como el actual, con varios miles de fallecimientos a cuestas y una contracción en el PBI de proporciones históricas, el principio cobra especial vigencia. Amparado en esa lógica, el Gobierno ha desplegado un arsenal de herramientas para hacer frente a las consecuencias económicas de la pandemia y de las medidas de aislamiento obligatorio que siguieron. Muchas de ellas, por supuesto, son extraídas del manual de emergencias: préstamos bancarios con garantías casi totales del Tesoro Público, subsidios a la planilla, bonos a millones de hogares vulnerables, disposiciones de ahorros privados de seguridad social como CTS o AFP, entre otras.

El lunes pasado, en una de las conferencias de prensa que cada vez se hacen menos usuales, el presidente Martín Vizcarra dio un paso más allá. El mandatario anunció la propuesta de creación del programa Arranca Perú, que consiste en “una serie de inversiones importantes que serán aprobadas en el Consejo de Ministros del miércoles [hoy] mediante decreto de urgencia”. Los sectores elegidos son Transporte, Vivienda, Agricultura y Trabajo. Con un gasto público de S/6.436 millones –monto similar a lo destinado en los diversos bonos de alivio financiero a las familias en los últimos meses–, se espera crear más de un millón de puestos de trabajo a través del programa.

Existen varias aristas de reflexión sobre este asunto. La primera, obviamente, es la pertinencia del gasto. La inversión pública para el cierre de brechas en salud, transporte, saneamiento, etc., es absolutamente necesaria, y cada sol recaudado por los contribuyentes debe ser destinado a mejorar los servicios para el ciudadano. Que ello resulte en la generación de empleo es positivo –el mercado laboral, de hecho, ha sufrido más de lo necesario debido a políticas inadecuadas– pero es necesario tener cuidado con que no devenga en una agencia de trabajo con recursos públicos. Si las actividades en los cuatro sectores elegidos –como mantenimiento de pistas y de sistemas de riego– son hoy socialmente relevantes y justifican el gasto público, también lo eran antes de la pandemia. Si no lo eran antes, tampoco lo serían hoy. La meta es una reactivación sostenible y responsable, no la sustitución del mercado laboral.

En segundo lugar, si el objetivo es llevar recursos a las familias vulnerables –y también a algunas menos vulnerables–, un canal más claro podría pasar por mejorar y profundizar el sistema de bonos implementado. Las ventajas de este mecanismo –también de emergencia– son que queda mejor establecida su temporalidad y, principalmente, que deja espacio y tiempo libre para que los trabajadores descolocados por la pandemia puedan encontrar otra actividad realmente productiva. Casi cualquier actividad privada, sobre todo las suficientemente productivas para pagar impuestos, será más beneficiosa socialmente que una actividad pública que solo existe para dar un puesto de trabajo.

Finalmente, aun si no es el objetivo del Gobierno, la provisión masiva de puestos públicos se puede prestar a relaciones clientelares –explícitas o implícitas–. El Ejecutivo tendrá a su disposición una enorme cantidad de personas cuyas familias dependen de forma casi exclusiva de la voluntad del jefe de proyecto, del ministro de turno, o del presidente. Es importante que esto no se torne en una práctica antidemocrática.

La situación, decíamos, es de emergencia, y el contexto es propicio para explorar herramientas fuera de la caja tradicional del Ejecutivo y del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). La provisión masiva de empleo público poco productivo no es una idea nueva, pero siempre es una con la que se tiene que hilar fino.

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