Mañana, Nicaragua celebrará un proceso electoral cuyo resultado, en honor a la verdad, ya se conoce desde antes. Desde muchos meses antes. Aunque intenten catalogarse como tales, no estamos, pues, frente a unas elecciones, sino más bien –como ocurre cada vez que el chavismo convoca a comicios amañados y sin competidores reales en Venezuela– ante una pantomima de estas. Ante un espectáculo cuya única finalidad es darle un barniz de legitimidad de la que a todas luces carece la dictadura sandinista. Un barniz que, sin embargo, no puede servir para engañar a nadie más que a sus seguidores más fanatizados.
No hace falta ni siquiera esperar a la jornada del domingo para asegurar desde ya que estamos frente a unas elecciones fraudulentas. El fraude, como nos ha mostrado, por ejemplo, el caso venezolano, no solo ocurre cuando quienes ostentan el poder interfieren irregularmente en el conteo de votos o envían a sus emisarios a intimidar a los electores en los centros de sufragio, sino también cuando el terreno sobre el que los candidatos corren no está parejo. Ello ocurre, por ejemplo, cuando los que ostentan el poder utilizan los recursos estatales o los programas sociales para hacer proselitismo, o cuando manipulan las leyes, los calendarios y los órganos de administración de la justicia para perseguir y sacar de carrera a potenciales competidores.
En el país centroamericano, esto ha venido pasando desde hace mucho tiempo. Para muestra, solo entre el 4 y el 26 de junio, el régimen que lideran Daniel Ortega y Rosario Murillo detuvo a 21 personas, incluidos cinco aspirantes presidenciales, como Cristiana Chamorro, la hija de la expresidenta Violeta Chamorro y quien en ese momento se erigía como la favorita de la oposición en los sondeos para desbancar a la pareja. En total, hasta ahora, han sido detenidos siete postulantes y se han anulado tres partidos opositores.
Además de políticos, la dictadura ha detenido a empresarios y ha forzado al exilio a periodistas como Carlos Fernando Chamorro y a escritores como Sergio Ramírez y la poeta Gioconda Belli. Asimismo, ha intervenido las instalaciones del diario “La Prensa” y se ha llevado a su gerente general, Juan Lorenzo Holmann. En su deriva persecutoria, Ortega y Murillo han mandado a detener inclusive a excompañeros sandinistas junto a los que se alzaron contra la dictadura de Anastasio Somoza.
Así, Ortega, en el poder ininterrumpidamente desde el 2007, se dirige hacia su tercera reelección en un proceso que la Unión Europea, Estados Unidos y la OEA han cuestionado por su falta de garantías. El panorama, lamentablemente, luce poco auspicioso para los nicaragüenses que todavía siguen resistiendo desde su país (desde el 2018, se calcula que alrededor de 150.000 nicaragüenses han optado por irse).
Una resistencia que, por supuesto, tiene mucho de heroica. No solo porque, como vemos, los canales democráticos están obstruidos, sino porque, además, la satrapía no ha dudado en asesinar a los que han decidido salir a las calles a protestar. En las manifestaciones del 2018, las que exhibieron el verdadero rostro de Ortega y Murillo, más de 300 ciudadanos –según estimaciones de algunas ONG– fueron acribillados por las fuerzas del orden. A fines de ese año, un informe de un grupo de expertos independientes concluyó, tras varios meses de trabajo, que “el Estado de Nicaragua ha llevado a cabo conductas que, de acuerdo con el derecho internacional, deben considerarse crímenes de lesa humanidad”.
Cada vez más, parece claro que las herramientas para que los nicaragüenses puedan luchar contra la dupla de asesinos que ha desangrado al país se van agotando. La comunidad internacional, incluido el gobierno del presidente Pedro Castillo, no debe mirar hacia otro lado. Estamos ante la consolidación de una dictadura dinástica del siglo XXI, tal y como aquella tan infame contra la que el hoy dictador se rebeló en su momento. Mientras los países democráticos no pongan atención a este problema, en Nicaragua se seguirán celebrando elecciones en las que, en realidad, no se decidirá nada.
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