¿Qué tal si usamos los celulares para rastrear a todos los contagiados de COVID-19? ¿O para saber cuándo alguien sale de su casa e incumple la cuarentena? Quizá así podríamos evitar nuevos contagios y acabar con el coronavirus.
“Hermoso. Antiético. Peligroso”. (Lucius Fox, “El caballero de la noche”).
En “El caballero de la noche”, utilizando una tecnología sonora que convertía a los celulares en micrófonos, Batman logra hallar al Guasón. En el mundo actual, un “vigilante” seguramente rastrearía al villano usando las torres de telefonía móvil, cámaras con reconocimiento facial, conexiones Wi Fi, GPS y hasta Bluetooth.
La geolocalización de una persona, es decir, dónde se encuentra, qué lugares visitó y hacia dónde se dirige es un dato personal. Forma parte del derecho a la privacidad. No puede ser utilizado por nadie sin consentimiento de la persona, salvo una autorización judicial o una excepción legal.
¿Se puede geolocalizar a alguien en el transcurso de una pandemia? La ley no lo permite. De hecho, nunca se puso en ese escenario. ¿Debería autorizarlo?
No es una respuesta fácil. Teóricamente, la geolocalización podría ser una herramienta eficaz para controlar el contagio. Y cuando la vida está en juego, la privacidad parece un costo relativamente bajo. Pero nada es caro o barato en abstracto. ¿Realmente lograríamos el resultado perseguido? ¿Cuál sería el perjuicio futuro para nuestra privacidad?
El Poder Ejecutivo ha puesto en marcha dos potenciales instrumentos de geolocalización. La aplicación Perú en tus Manos (la que muestra el mapa de los círculos naranjas con zonas donde habitarían sospechosos de contagio de coronavirus) y las centrales telefónicas 113 y 107. Según la política de privacidad de la primera y el Decreto Supremo 070 –publicado el viernes–, las autoridades estatales podrían recolectar la geolocalización de quien usa la aplicación o llama a esos teléfonos.
La interrogante sin respuesta es: ¿para qué? El Gobierno no ha sido claro en qué acciones específicas llevarían a cabo con la data de geolocalización, como lo ha resaltado la ONG Hiperderecho. En el mundo, hay experiencias como las de China, Israel y Corea del Sur, donde se ha recurrido a la data que permite localizar a las personas a través de los equipos móviles y otros puntos de información como el uso de tarjetas de crédito y cámaras de reconocimiento facial. Y han utilizado estos datos para rastrear contagios o supervisar el cumplimiento de la cuarentena con relativa eficacia.
Sin embargo, el monitoreo por sí solo no basta. Podría rendir frutos si se lograra identificar a todos o gran parte de los contagiados en una etapa inicial. En el Perú, lamentablemente estamos muy lejos debido a la escasez de pruebas que no cubren ni al 0,005% de la población total. También resultaría irreal pensar en vigilar a millones cuando el aparato estatal no se da abasto siquiera para dar atención de salud a todos los casos sospechosos.
A todo lo anterior se suma (o resta) el preocupante nivel de incumplimiento de las reglas de aislamiento social en el país, el relativamente pequeño porcentaje de personas que utilizan la app o la central telefónica y, por supuesto, las limitaciones tecnológicas para una vigilancia masiva.
La data agregada y anonimizada puede ser valiosa para detectar posibles focos de contagio o de incumplimiento del aislamiento social, así como para identificar las necesidades de servicios de salud y seguridad. Pero recolectar y usar datos individualizados conlleva un riesgo muy alto.
No alcanza el espacio para abordar todos los peligros que acarrea la vigilancia masiva para el futuro pospandemia (filtración de datos personales, reglaje a políticos, amedrentamiento a periodistas y activistas, etc.). Pero lo expuesto parece suficiente para darnos cuenta de que el Perú no es Ciudad Gótica.
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