Se ha dicho hasta el cansancio, pero es una verdad llena de lecciones que vale la pena comprenderla en América Latina: Chile es por lejos el caso más exitoso de desarrollo en la región y esto se debe al inmenso aumento de libertad en todos sus aspectos—económico, civil y político—que el país empezó a implementar en los años setenta.
Entre otros logros, esto ha significado un alto crecimiento, la reducción de pobreza más importante en la región en las ultimas dos décadas, según la CEPAL (del 45% en los ochenta al 11% en 2011), y las instituciones democráticas y de Estado de Derecho más fuertes de la región. Según el FMI, para 2018 Chile llegará al estatus de país desarrollado con un ingreso per cápita de $24.600.
Sin embargo, está claro que los factores que han producido el éxito chileno están por cambiar, pues el nuevo gobierno de Michelle Bachelet está promulgando una serie de reformas que buscan reducir la elección personal y el intercambio voluntario y reemplazarlos con un dirigismo estatal en muchos ámbitos de la vida. No pudo ser más claro cuando el Senador Jaime Quintana de la Nueva Mayoría, declaró: “Vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal”.
Corregir la desigualdad, que los políticos suelen confundir con la pobreza, es la razón declarada por promover tan profunda transformación. Es cierto que la desigualdad de ingresos es alta en Chile. Pero lo ha sido por muchas décadas, cosa que en los últimos 20 años ha empezado a caer. Entre 17 países de la región, Chile tiene la octava menor desigualdad, según el índice de Gini. Al expandir el asistencialismo e intervencionismo estatal, Chile se acercará a las políticas de varios países, como Brasil, con mayores grados de desigualdad. En lo que realmente importa—un sinnúmero de indicadores de bienestar humano como el acceso a agua potable, la mortalidad, la vivienda, el uso de tecnología, etc. —la brecha entre los ricos y los pobres se ha estado cerrando rápidamente.
Esos hechos parecen no importar. La narrativa imperante de la coalición de gobierno es que los ricos se han beneficiado a costa de los demás. Entre las reformas emblemáticas de Bachelet están la tributaria, la educativa, y la constitucional. Allí también es difícil ver como los hechos justifican los cambios propuestos.
La reforma tributaria, por ejemplo, aumentaría la tasa impositiva de las empresas del 20% al 35%, convirtiendo a Chile en el país con la tercera tasa impositiva más alta del OCDE, cuando la tendencia internacional ha sido más bien rebajarlas. Incluso aliados políticos de Bachelet, como Eduardo Aninat, ex- ministro de Hacienda de la centroizquierda, no ven como tal medida no impactará negativamente la inversión y el crecimiento del país.
El mejor sistema educativo en la región lo proponen reformar con la meta de eliminar las subvenciones a las escuelas privadas para que tal educación sea pública y gratis. Esto, a pesar de que el porcentaje de personas en las generaciones jóvenes que reciben educación secundaria ahora ha llegado a superar el promedio de la OCDE. Respecto a educación superior, Bachelet quiere que sea gratuita. En tal escenario, el Instituto Libertad y Desarrollo explica que habría una redistribución de riqueza de abajo hacia arriba ya que el 41% de los recursos financiaría la educación del 20% más rico de la población, mientras que solo el 9% de los recursos beneficiarían al 20% más pobre. Sería mucho mejor focalizar ayudas a los más necesitados.
Además de estas reformas, se proponen otras respecto a pensiones, regulación laboral, sistema electoral y a la misma constitución que acusan de ser muy rígida a pesar de haber sido enmendada más de 200 veces desde el regreso a la democracia. Lo que está logrando Bachelet es minar la confianza en Chile y que ya no sea un ejemplo a seguir.