Seis adolescentes han matado con insania a una joven de 15 años en Ayacucho hace unos días. Los perpetradores, en su mayoría menores de edad, no querían robarle dinero o un celular a Lucy Diana; querían algo menos banal: su intimidad. Para colmo de males, la reacción policial una vez hecha la denuncia fue de menosprecio y de minimización de los hechos.
Antes de morir, Lucy Diana pudo identificar a sus agresores en un último intento de justicia, en un país donde a las víctimas mujeres no se les cree sino hasta que llegan al hospital moribundas. La policía, recién ahora, está atrapando a los agresores.
Este hecho toca una fibra sensible de la sociedad a escasas semanas de la marcha #NiUnaMenos. Esta iniciativa evidenció la situación de vulnerabilidad general que viven las mujeres de nuestro país. Transversalmente al nivel socioeconómico, a si vive en el campo o en la ciudad, o a su nivel educativo, las mujeres son atacadas constantemente. El nivel de violencia y de maldad demostrado en el caso de Ayacucho, sin embargo, nos lleva a preguntarnos acerca de las razones por las que un hecho así sucedió ahí.
Una hipótesis de trabajo es que esta es una violencia heredada y trasmitida; una secuela sin tratar de la violencia política. El informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) detalla el grado de violencia vivida en ese departamento. En particular, este documento reporta las secuelas psicosociales producto de hechos gravísimos como los abusos sexuales (en su mayoría realizados por miembros de las Fuerzas Armadas).
Un ejemplo de ello es el caso Accomarca. Hace unos días se dictó sentencia contra los involucrados en una de las masacres más crueles ocurridas durante ese período, en la que un grupo de militares mató a 60 personas –incluyendo niños y ancianos–, luego de torturar a los varones y violar a las mujeres. Los hijos de la violencia que vivieron estos hechos y sobrevivieron hoy son padres de familia.
Si bien la investigación no es concluyente acerca de la trasmisión intergeneracional de los estragos de la violencia, una hipótesis indica que los niños que vivieron esa violencia muy probablemente la reproducirán en sus familias y con sus hijos. En el 2013, el INEI reportaba que Ayacucho estaba por encima del promedio en casos de violencia doméstica. Una preocupación constante en este departamento es el incremento en el número y agresividad de las pandillas juveniles. Es decir, los jóvenes ayacuchanos han sido criados en un contexto de normalización de la violencia que los aleja del núcleo familiar hacia la calle, donde reproducen lo aprendido. Son los nietos de la violencia.
Ahora un grupo de ellos perpetra barbaridades como el crimen de Lucy Diana. Ser los hijos de padres que vivieron la violencia directa, cuando eran niños ellos, no los exime para nada de responsabilidad, pero ayuda a comprender la naturaleza de esa pulsión.
Desde el Estado, luego de la entrega del informe de la CVR, se trató de implementar programas para tratar de paliar las secuelas del conflicto y lograr una cultura de paz. Luego el tema fue perdiendo relevancia. Ahora lo que tenemos es una Comisión Multisectorial de Alto Nivel encargada del Plan Integral de Reparaciones.
El presidente se ha comprometido con las víctimas durante la campaña y luego en funciones. Será tarea principalmente de los congresistas por Ayacucho (Miki Dipas, Edyson Morales y Tanya Pariona) perseguir al Ejecutivo para que cumpla lo dicho. La violencia y las secuelas del conflicto no son un karma sin solución. Para que haya resiliencia hace falta reconstruir el tejido social (familia, grupo de pares y comunidad), y para eso hace falta voluntad política.