Es un testimonio desde el encierro, pensado en primera persona aunque escrito en tercera. Ricardo Rivera Romero y el ex congresista Víctor Paredes Guerra firman como coautores, pero ese detalle es irrelevante, pues desde la primera página se percibe que es Alberto Fujimori quien habla y alega. Es, además, una extensa bitácora de viajes, gestiones y acciones (614 páginas) de sus primeras temporadas de gobierno. Perdonen el spoiler, pero es rigor de reseña: la narración acaba el 5 de abril de 1992, tres décadas antes de muchas cosas sobre las que quisiéramos conocer su versión. Es probable, pero no está confirmada una secuela.
No hay ánimo de bronca en el libro, sino de defensa. Está escrito en son de reivindicación e indulto navideño. Si acaso hay algunas discrepancias con los suyos, son para reparar otros impasses. Así, por ejemplo, las menciones al genio arbitrario de Susana Higuchi que se negó a acompañarlo a un viaje de estado a Japón (pág. 205), buscan exculpar a Rosa y Juana Fujimori, que ella acusó de comerciar con ropa donada del Japón (pág 610). En ese trance, el ‘Chino’ alega que lo que sus hermanas hacían era vender la ropa lujosa que no tenía sentido regalar, para ‘monetizar’ la donación y hacerla en efectivo.
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Muy distintas, y más cercanas a la versión de la difunta Susana, son las investigaciones que realizó la prensa en aquel entonces y, mucho después, una de IDL Reporteros que recoge la versión de Luis Macchiavello (“La historia de un cheque”, 7/6/2013), nuestro embajador en Japón que fue reemplazado por Víctor Aritomi, esposo de Rosa y figura clave en el financiamiento de la campaña electoral. Como les dije, el libro está en son de paz, y consta en la dedicatoria a sus padres Naoichi y Mutsúe, a sus hijos Keiko, Hiro, Sachi y Kenji, y “a Susana por su apoyo entusiasta y comprometido con mi carrera académica y con la campaña de 1990″.
Alberto Fujimori responde a su leyenda negra y a las sentencias que lo mantienen en prisión, con su leyenda benigna, la del ‘intruso’ o ‘outsider’, que revolucionó el establishment social y político en el 90, modernizando el Perú para que los pobres sean incluidos en el reparto del crecimiento que se logró a partir de sus ajustes. Para eso se vio ‘forzado’, por ‘pragmatismo’, a ‘cruzar el Rubicón’ dos veces, con el shock del 8 de agosto de 1990 y con el golpe del 5 de abril de 1992. En el relato que queda en suspenso ese último día, ha administrado verdades históricas, ha alterado otras y casi ha extirpado a un personaje crucial asociado a los crímenes por los que se le condenó a 25 años. Desbrozaremos todo ello en los siguientes ítems.
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La familia
Es unida, orgánica y funcional, la primera instancia a la que cuenta su sueño de ser presidente y con la que cuenta para ganar. Su entusiasmo con la campaña de 1990 llegó hasta la onomatopeya: “Fujimori mantuvo sus sueños en reserva (…) Cuando sus ideas estuvieron a punto decidió que primera debía exponerlas en el seno de la familia. Lo hizo una noche tibia. Tranquila, propicia para las confesiones (…) ‘Fíjate, Susy, he pensado en lanzar mi candidatura a la presidencia de la República’. Sin esperar su respuesta se dirigió a sus hijos: ‘¿Qué les parece a ustedes?’. En el comedor retumbó un ¡yeeee! En un estallido de incontrolable alegría Keiko, Hiro, Sachi y Kenji expresaron su total aprobación” (pág. 231).
Salvo la sutil reserva de Susana al oír la noticia, los 5 lo apoyaron sin condiciones. Hay varios pasajes en los que papá Alberto, destaca los aportes de Keiko. Sin decirlo explícitamente, la describe como si hubiera nacido para la política y para sucederlo: “Los 4 hijos del candidato también participaban activamente, bajo el mando de Keiko, en la elaboración de letreros” (pág. 262). Destaca cualquier aporte de Keiko, por pequeño que fuera, contactando a un pastor evangélico que era padre de una amiga del colegio o tipeando ideas para el debate. La primogénita es tratada con más respeto que ternura. Esta última está reservada para Kenji, que lo acompaña en momentos más anecdóticos, aunque de impacto político; por ejemplo, fileteando un bonito para comérselo en sashimi, mostrando que el pescado crudo no trasmitía el cólera.
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Los hijos también aparecen como víctimas de bullying y de prejuicios racistas. Durante la campaña, en el colegio La Recoleta, “Keiko y Hiro, que solo llamaban la atención por su apellido oriental, comenzaron a sufrir el acoso de sus compañeros (…) Keiko los desafió a apostar por el ganador de las elecciones: ‘Mi papá va a ser presidente’. La presión llegó al extremo de que algunos días ella regresaba llorando y le pedía a su padre que renunciara a la política: ‘Retírate de las elecciones. Dicen que estás loco por creer que vas a llegar a ser presidente’” (pág. 271).
Alberto no se pregunta, en un ejercicio que hubiera sido a la vez contrafáctico y de prospectiva según el tiempo presente y el tiempo del relato, qué hubiera pasado si Keiko y Kenji se mantenían distantes de la política como Hiro y Sachi. Sobre todo, Keiko, que hoy administra la pesada herencia. Anoten esta mención del día de la victoria en segunda vuelta, que sugiere que el padre asume que su hija mayor tiene una predistinación: “Keiko, que había acompañado a su padre durante casi toda la campaña y lo había apoyado en la preparación del debate, se sentía particularmente feliz” (pág. 324).
De Susana no hay objeción en la campaña. Su apoyo fue absoluto. Pero una vez en el gobierno, tuvo reservas, desplantes como el ya mentado y la denuncia de la ropa donada. Una de las razones por las que el libro acaba en abril de 1992 bien puede ser para no abordar la dramática separación que se selló en 1994 y para que descanse en paz.
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El entorno
Es la familia más los amigos leales que creyeron en su sueño presidencial y lo acompañaron en el gobierno. El sueño se complementó con una meta pragmática, pues recordemos que Fujimori postuló al Congreso como alternativa subsidiaria. Su primer núcleo de leales estuvo en la Universidad Nacional Agraria, de la que era rector, y sus dos grandes chispazos fueron buscar a evangélicos y a pequeños empresarios. De ahí salió el milagro electoral.
Máximo San Román, uno de los líderes de Apemipe (gremio de pequeña y mediana empresa) y el evangélico Carlos García García fueron buscados con ese fin. García ya tenía un diseño de plan partidario bajo el brazo. A pesar de que menciona a estos y a amigos y colaboradores incondicionales como Paredes, Alberto Sato, Alejo Díaz, Víctor Díaz Lau, Mario Velásquez, Ricardo Rivera y José Baffigo; no los relaciona con roles e ideas específicas. Él se asume el autor intuitivo y natural de las intuiciones que dieron forma al fujimorismo.
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La confianza en sus intuiciones, a las que llama ‘ingeniería política’ con pragmatismo y sin ideología, también se puede ver como desconfianza en quienes se le acercaban con propuestas y ofertas. No se adjudica la autoría del shock –sería desconocer abundante información histórica– pero apenas menciona a Hernando de Soto como su único asesor especializado y no lo asocia al gran ajuste, sino al combate al narcotráfico. Si se decidió por el shock, fue tras oír las ideas del equipo de su premier y a la vez ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller (pág. 337).
Ya en la presidencia, se jacta de no tener un equipo de asesores y que estos, en realidad, eran “los ministros y los viceministros, con quienes se reunía en Palacio o durante los viajes. Su hermano Santiago, el secretario general [Víctor Díaz Lau] y el secretario de prensa [Carlos Orellana] completaban el entorno cercano” (pág. 498). Es cierto que Fujimori, el intruso, fue descubriendo el poder y el Estado por sí mismo y fue marcando un estilo reconocible a puro pulso, con detalles como sus inspecciones a obras en ejecución en lugares rebuscados en el mapa. De ello da abundantes ejemplos en el libro y consigna las ideas centrales de muchos discursos que dio en el camino. Pero hay demasiada evidencia histórica, periodística y judicial, que señala a un personaje a su lado y reclama protagonismo en esta historia.
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Vladimiro, ¿dónde estás?
Una vez tomado el mando, Montesinos apenas figura como invitado, en su calidad de asesor del jefe del SIN, en una reunión con los altos mandos a fines de 1990 para establecer el plan de inteligencia (pág. 379). Antes, en la campaña, Fujimori sí recuerda cómo lo conoció: “Tres semanas antes del debate un abogado traído por Francisco Loayza se apareció en la casa de Rosa. Cuando se acercó a saludarlo vio que se trataba de un caballero elegantemente vestido, de contextura delgada y cabellera rala. Era el doctor Vladimiro Montesinos” (pág. 320).
Fujimori cuenta que Montesinos se ofreció a ayudarlo con los juicios sobre asuntos inmobiliarios que le habían aparecido durante la campaña, pero que no le hizo caso, y prefirió encargárselos a José Baffigo. Luego, viene una mención más interesante, una de las pocas que delata un ajuste de cuentas, esta vez a un general que más tarde posó de héroe: “Montesinos le hizo una nueva visita acompañado por el general Ketín Vidal, quien le habló de los temas de su especialidad, la lucha contra la inseguridad y de los seguimientos a los cabecillas terroristas; y Montesinos de los temas de inteligencia. Fujimori pensó que era una buena dupla para afrontar la estrategia antiterrorista” (pág. 321).
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La aparición del asesor casi extirpado de la historia, acaba en este pasaje: “El pórtico de la casa de Aritomi [uno de los locales de campaña] permanecía abierto, lo que aprovechaba Montesinos, a veces acompañado por Vidal, para ingresar al jardín e intentar hablar sobre el terrorismo. Siempre estaba sonriente y portaba un novedoso aparato telefónico inalámbrico” (pág. 321). Vladimiro Montesinos no existe asociado a ninguno de los hechos políticos y militares del gobierno, ni siquiera a la decisión de Fujimori de mudar a la familia a la sede del SIN, donde el asesor reinaba a tal punto que en el libro, cuando Fujimori menciona la existencia de un jefe formal del SIN, ni siquiera lo llama por su nombre (Julio Salazar Monroe).
Montesinos tampoco está mencionado en el corto prólogo, que ese sí abarca su vida entera. Ni siquiera figura como autor de lo que Fujimori llama ‘videos repugnantes’ y de la corrupción que corroyó todo. Por todo esto hace, una vez más, un mea culpa pero persiste en negar alguna implicación personal en ello. Con lo que Fujimori sí busca implicarse es con el éxito del GEIN en la persecución a la cúpula del terror. Dice que conversaba, sin precisar la frecuencia, con su cabeza Benedicto Jiménez y su lugarteniente Marco Miyashiro. Esto último, por cierto, contradice la leyenda del GEIN que lo pinta como un organismo cuyos logros radicaron, paradójicamente, en ser relegado y silencioso.
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El 5 de abril
Es a la vez el nudo y el desenlace de esta biografía inconclusa. En el último tramo, Fujimori y sus escribas enumeran las razones que, en su perspectiva, justificaron el autogolpe. El primer año, la oposición tuvo el gesto de dejar que su bancada presida las dos cámaras, Máximo San Román en senadores y Víctor Paredes en diputados, y mal podría decirse que el Congreso pecó de obstruccionista. En julio de 1991, eso cambió.
La oposición tomó las dos cámaras con pepecistas de la alianza Fredemo, Felipe Osterling en senadores y Roberto Ramírez del Villar en diputados. La confrontación no se hizo esperar y por unas semanas se concentró en la ley del presupuesto para el 1992. El Chino tenía prioridades y límites de ejecución, que los congresistas desafiaban. En diciembre hubo acuerdos y se aprobó una ley que salvó el conflicto de poderes. En lo esencial, el Fredemo, que era la primera mayoría, defendía el modelo y el shock, y no atacaba los pilares del gobierno. La izquierda sí lo hacía, pero perdía en el intento. El premier Alfonso de los Heros tenía ascendiente sobre los fredemistas y promovió un diálogo más o menos fluido con los congresistas más peleoneros.
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Sin embargo, Fujimori lamentaba que el Congreso no satisfaciera sus expectativas para priorizar un paquete de leyes antiterroristas. A este malestar se sumó la aprobación, por iniciativa del senado, de la ley de Control Parlamentario de los Actos del Presidente. “El 5 de abril no había estado, obviamente, entre sus planes el 28 de julio de 1990 (…) Estaba atrapado en una formalidad y una legalidad que también servía a las dos organizaciones [SL y MRTA] que querían destruir el sistema” (pág. 596), alega el ‘Chino’.
En otro pasaje, justifica la disolución del Congreso de esta forma: “La cámara de diputados sesionaba largas horas, absorbida por el propósito de darle forma a la llamada declaratoria de incapacidad moral del presidente. La oposición se había propuesto vacarlo en algún momento” (pág. 595). Fujimori dice que esperaba un ‘cierra filas nacional contra el terror’, pero, según remata en ese pasaje: “Quienes fueron democráticamente desplazados del poder solo planeaban una venganza, no dormían pensando sino en echar del poder al ‘intruso’”. (pág. 595). Vaya, parece una narrativa del 2021.
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Hice un rápido fact checking, llamando a dos diputados de aquel entonces, Lourdes Flores y Pedro Cateriano. Ambos negaron de plano que hubiera esas sesiones e intenciones. Cateriano me dijo que había tensiones pero en todos los casos hubo niveles de colaboración y acuerdo y que, probablemente, Fujimori tiene una confusión con la coyuntura actual. Lourdes Flores me dijo que el término ‘vacancia’ ni se usaba entonces. Sobre la ley de control, ambos admiten que, de hecho, sacaba roncha al Ejecutivo, pero no podía ser una coartada para cerrar el Congreso. Si había alguna objeción formal a ella, eso lo podía ver el Tribunal de Garantías Constitucionales (antecedente del TC).
Hablé con un miembro del senado que recuerda que hubo ásperas declaraciones de un lado y otro, donde se pudieron cruzar frases enconadas, pero que es una distorsión adjudicar ánimo de vacancia a bancadas que respaldaban el programa económico. Como me dice Lourdes Flores, detrás del golpe se adivinan planes y presiones del entorno militar de Fujimori, ese del que no habla y en el que se insertó Montesinos. Ya desde el 29 de julio de 1990, apenas estrenado, la alarmaban con noticias como esta: “Se le acercaron el general Jorge Torres Aciego, ministro de Defensa, y Máximo San Román para informarle sobre la existencia de una conjura organizada por el comandante general del Ejército, Jaime Salinas Sedó” (pág. 333). Fue difundida y notoria, la conjura golpista que Salinas protagonizó en noviembre de 1992, pero sorprende que estuviera identificado en 1990 y haya podido reincidir.
Al revés, si Fujimori estaba alertado de esas conjuras no lo estuvo, según afirma en el libro, del entramado paramilitar que llevó a la matanza de Barrio Altos. Se enteró porque la noticia la difundió la TV (pág. 527). No hay otra mención a los hechos por cuya autoría mediata fue condenado a 25 años de prisión.
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La lista de Mario
Al contendiente de 1990 lo trata con respeto a secas. No hay ni mofa ni admiración hacia Mario Vargas Llosa, el escritor que fue derrotado por un intruso cuya campaña en primera vuelta palideció en modestia en comparación a la suya. El debate de ambos en segunda vuelta es descrito con mucho equilibro, señalando puntos fuertes y débiles de cada cual. Fujimori intuye, sino ha hecho suyos los análisis casi unánimes que destacan a su favor el gran golpe de efecto que fue mostrar una portada del diario Ojo que daba prematuramente ganador a Vargas Llosa en un debate que aún no acababa. Cuenta, desvirtuando versiones que dicen que la portada la recibió en una pausa del debate, que se la entregó Víctor Paredes antes del encuentro (pág. 318), y la tuvo bien guardada en un bolsillo, con la decisión tomada de mostrarla en su última intervención.
Tras ese efecto que aumentó su chance, vino la confirmación de su triunfo con amplia ventaja (62.4% frente a 37.6%) y el saludo discreto de Vargas Llosa. Semanas atrás, apenas producida la primera vuelta con el triunfo rasante de Vargas Llosa (era la primera mayoría congresal con apenas 32.7%), Víctor Paredes recibió un mensaje del escritor. Le propuso encontrarse a solas con Fujimori. Quedaron en hacerlo en casa del padre de Susana. Una vez en el lugar acordado, Vargas Llosa dijo: “Los resultados de esta elección no me permitirán realizar los planes que tenía trazados para gobernar el país. He decidido no continuar con la segunda vuelta, por lo que renunciaré a mi candidatura; usted podrá asumir la presidencia”. Según el relato de Fujimori, este replicó: “Pero, doctor Vargas Llosa, en ese caso asumiría la presidencia con solo el 29% de los votos”.
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Fujimori cuenta lo que el escritor duplicó: “Para las decisiones en el Congreso usted podrá contar con los parlamentarios del Fredemo. Podrá confiar especialmente en Luis Bustamante Belaúnde, Enrique Ghersi, Miguel Vega Alvear, Ricardo Vega Llona, Miguel Cruchaga Belaúnde, Rafael Rey, Pedro Cateriano y Xavier Barrón (…). Mencionó como no confiables a Ántero Flores, César Larrabure, Jorge Torres Vallejo y otros 5 parlamentarios contra quienes parecía haber desarrollado un cierto resentimiento”. (pág. 281-282).
El pasaje al día siguiente, con Fujimori visitando a Vargas Llosa para decirle que había “analizado su propuesta de anoche, pero no puedo aceptarla”. En realidad, una renuncia no hubiera requerida del consentimiento del rival, así que debemos entender que lo que Fujimori quiere decir es que no le gustaba la idea y se lo comunicó para disuadirlo. En todo caso, el escritor no arrugó, la contienda se reanudó y escaló hasta la polarización. Que Vargas Llosa pensó en renunciar a la segunda vuelta, se sabe y ha sido contado por él y algunos miembros de su entorno. Los detalles de esa reunión y la lista de los leales y los no confiables; tomémoslo como un aporte de Fujimori a la comidilla. A pesar de sus distorsiones y omisiones, la memoria parcial de quien gobernó una década con mano dura y mil excesos, es un provocador texto para el debate histórico.
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