La primera vez que la relación entre Elizabeth Taylor y Richard Burton disparó todas las alertas fue en una discoteca ubicada en la romanísima Vía Veneto. Decenas de testigos los habían visto bailando, agarrándose de las manos, besándose, regalándose susurros. A ninguno de los dos actores parecía importarle demasiado la atención que generaban. El rumor había empezado mucho antes, en los mismos estudios de Cinecittà –era lógico que la filmación de Cleopatra tuviese lugar en el epicentro del género peplum– donde continuaban con los besos que exigían sus escenas incluso después de que el director gritase ‘corte’. Había que ser bastante ciego para no darse cuenta de que algo pasaba; y había demasiados extras, vestuaristas, asistentes y personal de rodaje presente como para que pasase desapercibido. “Era jodidamente obvio“, admitiría Burton años después.
Italia no era como la entonces todavía conservadora sociedad estadounidense; al menos no en cuanto a la privacidad de sus figuras públicas. Y el romance Taylor-Burton reunía demasiados ingredientes jugosos para estar exento del escándalo. Era 1962 y por las vías y piazzas de la Ciudad Eterna circulaba una nueva clase de fotoperiodistas: los paparazzi.
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“Realmente no recuerdo mucho del rodaje de Cleopatra”, dijo alguna vez su protagonista. “Había muchas otras cosas pasando en ese momento”. Lo que Elizabeth Taylor no conocía -o no quería conocer- era que cada uno de sus pasos estaba siendo registrado durante el rodaje de la millonaria y catastrófica –el presupuesto se desbordaba semana a semana- cinta producida por la 20th Century Fox, estrenada en 1963. Ninguna publicidad es mala y el affair entre sus protagonistas no hizo más que disparar el interés en la película.
Los paparazzi se dedicaron a seguir a la pareja, ambos instalados en Roma por el filme, durante 6 meses, de febrero a junio de 1962. La noticia llegó a América primero como chisme pero luego en la forma de episodios ilustrados con imágenes que aparecían casi cada semana en portadas de revistas y periódicos. El morbo disfrazado de crítica de millones de lectores era dinero garantizado para publicaciones del mundo entero. Los paparazzi, montados en veloces Vespas y con lentes capaces de capturar cada gesto y cada caricia entre los glamurosos actores, sabían muy bien que ahí había un negocio lucrativo.
Cientos de fotos de Taylor y Burton por la Vía Veneto, paseando y saliendo de los restaurantes más célebres de la época, como Tre Scalini y Alfredo –donde la actriz probó por primera vez el spaguetti con la salsa del mismo nombre- se vendían como pan caliente. Uno puede inclinarse a pensar que en medio de la lujuriosa nube impúdica en la que ambos actores vivían en aquel momento, ese detalle podría haberles hasta causado placer. Compartían pasta, alcohol, cigarros, sexo, peleas y excesos. Y compartían también el estado civil: los estaban casados con otras personas. Burton con la actriz Sybil Williams, y Taylor con el cantante Eddie Fisher. En la pantalla interpretaban una de las historias de amor más apasionadas, universales de la historia: la de la emperatriz egipcia Cleopatra con el general romano Marco Antonio. La suya, no obstante, también tendría su lugar en la eternidad.
En marzo de 1962 un paparazzo ya había conseguido la primera toma de los actores besándose fuera del set, aunque técnicamente seguían en el estudio y vestidos como sus personajes. Un fotógrafo de nombre Elio Sorci se había escondido debajo de un auto durante todo un día a la espera de que los intérpretes saliesen de plató. Y consiguió su cometido: en la imagen Burton se inclina a besarla en la boca mientras ambos esperan a subirse a un auto. No había mucho más que ocultar, pero aún podía haber un margen de duda. Eso, hasta junio del mismo año. Una vez que la filmación de Cleopatra terminó en locación en la magnífica costa Amalfitana –al sur de la península- unas imágenes de ambas figuras navegando por el Mediterráneo terminaron por destapar el affair.
Ella y él recostados bajo sol, nuevamente besándose, las cajetillas de cigarros a un lado. Le costó dos días escondido entre arbustos y rocas al fotógrafo Marcello Geppetti conseguir acaso una de las fotos más trascendentales en la prensa rosa. Geppetti contaría muchos años después que un amigo suyo, un periodista local, había visto a la pareja paseando por la zona y sabía que había oportunidad de registrar algo grande. Marcello las vendió a una publicación conocida como el Sunday Pictorial –hoy el Sunday Mirror- no sin antes recibir una oferta de Burton por 12 millones de libras. No aceptó.
El mismo Vaticano –como hiciera también con otras figuras públicas, como Sophia Loren y Carlo Ponti– los había condenado. Denominó al romance como un ‘vagabundeo erótico. Con todo en contra, Elizabeth Taylor y Richard Burton se casaron en Montreal dos años después, tras obtener ambos el divorcio de sus respectivas parejas. No fue un camino fácil para ninguno. Burton tenía dos hijas a quienes no pudo ver por un largo período, y a Taylor se le tildó nuevamente de ser una roba-maridos. Pero la relación era tan inquebrantable como descomunal, casi monstruosa. Él le regalaba joyas que bordeaban lo obsceno; ella lo convirtió en una estrella de Hollywood. Bebían desde que amanecía hasta que anochecía y se llegaron a comprar un avión para viajar por el mundo. Pero sus peleas frecuentes no solo se convirtieron en una rutina: también en una normalidad que terminó por destruirlos.
“Quizá nos hayamos querido demasiado”. Cinco palabras en la boca de Taylor para resumir una historia de la cual podrían escribirse un número infinito de páginas.