El rock como fenómeno puede abordarse desde muchas formas: históricamente, a partir de su evolución desde el blues, el country, el folk, el gospel y otros géneros afroamericanos; musicalmente, desde la sacralización de la guitarra eléctrica como el instrumento definitivo de su sonido; socialmente, por los impactos en la cultura de masas del siglo XX; estéticamente, en vista del imaginario gráfico y visual que produjo; e incluso literariamente, como lo sugiere el Nobel otorgado a Bob Dylan. Dos buenas producciones abordan estas capas alrededor de dos actos: el largometraje Elvis (HBO Max), de Baz Luhrmann, sobre el rey del rock; y la docuserie Pistol (Star+), de Danny Boyle, donde se explora el origen de la banda británica Sex Pistols, a la que se le atribuye la invención del punk.
Para Presley, Luhrmann se presta elementos del biopic y el musical para construir la narrativa de nacimiento, auge y caída de una estrella a través de tres disrupciones: la creación del rockabilly a partir de géneros considerado como exclusivamente “negros”; la sexualización de la figura del cantante gracias a la contorsión como performance (en una sociedad donde la pacatería pasaba por virtud); y el uso de los medios de comunicación y el marketing para rentabilizar el fenómeno.
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La idea de Luhrmann funciona gracias a dos recursos. El primero es su afición por cierto efectismo construido alrededor del síncope de primeros planos, cámaras lentas y texturas, un montaje enfocado en crear ritmo y vértigo. Pero quizá donde más pleno se encuentra el director es en la ambientación coreográfica del glamour decadente, como se aprecia en el Elvis de Las Vegas, pues es ahí cuando logra alcanzar los picos de su filmografía (esas fiestas obscenas de El Gran Gatsby, el “can can” de Moulin Rouge). El segundo recurso tiene nombre propio: un magnífico Austin Butler que transmite tanto la sensualidad pélvica del Elvis primigenio como las gotas de sudor del ícono explotado a punta de anfetas, antidepresivos y opiáceos.
Narrativamente, los Sex Pistols comparten la necesidad de provocar, aunque con herramientas opuestas y a públicos distintos. Los británicos desacralizan el rock a través de la reivindicación del gesto y la ira por encima del talento y la técnica (una herencia de las vanguardias); y a la vez, como queda claro por el rol de Malcolm McLaren y Vivienne Westwood, promotores de la banda, subordinan la ejecución artística a la idea (en un punto, el punk parece más el resultado de un ejercicio de arte conceptual que la expresión de descontento de los hijos del proletariado).
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Sin embargo, algo comparte el lumpen airado con Elvis: la conciencia de que el rock es finalmente un arte escénico y que los medios, aliados o enemigos, qué más da, son la comparsa necesaria que transforma una obra aislada en un suceso global. La destrucción en vivo de una joven estrella de rock, parece decirnos Boyle en la figura de Sid Vicious, es también un espectáculo para el consumo masivo. La repulsión es tan intensa como la adoración. La sensualidad puede atraer tanto como lo grotesco.
Luhrmann y Boyle, Elvis y los Pistols, sin quererlo, quizás a sabiendas, forman las dos caras de una misma moneda: aquella en la que el espectador pasa de ser un respetable escucha a ser un devoto histérico, en la que pasa de ser seducido a ser escupido. Hay un mérito en el contraste: no se puede retratar a un ídolo sin dibujar su sombra. //
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