La llamada vino de Lima. Era setiembre de 2001 y Patricia Castro Obando (quien había ingresado a El Comercio en 1994) se encontraba en Taiwán haciendo un curso de religiosidad en Oriente. Al otro lado de la línea estaba Virginia Rosas, editora de la sección Mundo en aquella época. Rosas y Castro no se conocían en persona ni habían trabajado juntas, pero el pedido era urgente: había que viajar a Afganistán para cubrir el conflicto en la zona, tras los atentados del 11 de setiembre y la posterior invasión estadounidense. Patricia no solo estaba cerca: también estaba preparada.
Castro hizo lo que ninguna otra mujer había hecho antes en el Perú: se convirtió en corresponsal de guerra. Un hecho que se dio “por pura casualidad” -como recordó en el testimonio que escribió a propósito de los 180 años de El Comercio- y que terminaría cambiando su vida. “Virginia Rosas me lo propuso, pero no por mi condición de mujer”, nos dice. “No importaba eso, lo que importaba es que yo era periodista, estaba en Taiwán y podía llegar más rápido a Afganistán”, continúa. La responsabilidad era enorme, por todos los frentes.
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Patricia llegó primero a Pakistán: nadie podía entrar a Afganistán porque los talibanes aún tenían el poder. Así, pasó varios meses viviendo en la ciudad fronteriza de Peshawar, desde donde reporteaba para este diario. En 2004 repitió la corresponsalía, esta vez desde Irak.
Han pasado veinte años de aquella primera gran cobertura, pero esta semana el tiempo parece haber retrocedido. Conversamos con Patricia -quien radica en China- sobre los hechos más recientes en el país del Medio Oriente, a raíz del cambio de régimen y la toma de los talibanes.
—Viajaste a Afganistán poco después del atentado a las Torres Gemelas, en setiembre de 2001. ¿En qué consistió tu preparación para la cobertura?
No tuve ningún tipo de preparación especial. Lo que siempre tuve fue una gran curiosidad por la temática asiática. Desde niña coleccionaba recortes de periódicos, láminas, mapas, y algunos libros de segunda mano que conseguía, pero nada más. Me fascinaba el Oriente, el lejano, el medio, el cercano. Asia nunca estuvo lejos para mí. Cuando sucedió lo de Afganistán yo estaba llevando un curso en Taiwán que había conseguido con una beca.
—¿En algún momento dudaste de aceptar la propuesta (hecha por Virginia Rosas, entonces editora de la sección Mundo de El Comercio) por miedo al contexto? ¿Qué te aconsejaron tus colegas?
No tuve dudas, solo la certeza que era una cobertura muy importante para el diario. Me había preparado durante muchos años para asumir retos que iban a ser cada vez mayores. Para eso, yo sí estaba preparada, muy lista. El único miedo que tenía era no poder cumplir bien con mi trabajo por causas externas. No tuve oportunidad de conversar con mis colegas antes de llegar a Afganistán.
—Hace 20 años, ¿era frecuente que se envíe a mujeres a esta clase de coberturas? ¿Cuál fue tu mayor reto en ese sentido?
No se enviaba a mujeres a coberturas de este tipo. Yo fui solo porque la editora de Mundo, Virginia Rosas, me lo propuso. Pero no lo hizo por mi condición de mujer. Ella lo hizo porque yo estaba más cerca geográficamente del lugar de los hechos. No importaba si era hombre o mujer, lo que importaba es que yo era periodista, estaba en Taiwán y podía llegar más rápido a Afganistán. Ella no me conocía, no había sido mi jefa y no era mi amiga, solo había visto mis publicaciones. Lo primero que me dijo fue: “ya sabes, tienes que volver sana y salva porque sino aquí me matan por haber mandado a una mujer”. Yo le respondí: “Sí jefa”.
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—¿Cómo te mantenías comunicada con el Perú en la era sin Internet? ¿De qué forma organizabas el trabajo y el transporte, por ejemplo?
En aquellos años eran muy populares los “cafés de internet”, algo así como las “cabinas de Internet” en la zona fronteriza entre Pakistán y Afganistán. Desde allí tenía acceso a internet que era muy débil pero funcionaba. Así que reservé una cabina para ir a pasar mi notas y mis fotos, cada día. Cuando no funcionaba Internet, algún colega de Mundo me llamaba por teléfono y le dictaba mi nota. Los dueños de los hostales averiguaron que esto era importante para los corresponsales e instalaron Internet que además era carísimo en el hotel. La diferencia horaria de 9 horas con Lima me favorecía, así que yo empezaba muy temprano a levantar información, revelar mi rollo, escanear las fotos, escribir mi nota y cuando me conectaba con Lima ya casi todo estaba listo. El dueño del hostal me recomendó a un taxista y este trajo a un traductor para movilizarme por la zona.
—Ver a periodistas mujeres realizando esta cobertura no solo es preocupante, sino verdaderamente riesgoso. ¿Cómo lo harías tú si estuvieses nuevamente allá, en el 2021?
Yo pasaba desapercibida. Vestía como una mujer local, mi imagen no resultaba amenazante, y nunca llamé la atención. A veces me sentía invisible, especialmente debajo de una burka. Los hombres, incluyendo las autoridades, no me miraban ni querían responder mis preguntas en una conferencia de prensa, por ejemplo. Pero como lucía inofensiva y era mujer, podía conversar con las mujeres locales, con niños, con ancianos pues a nadie le importaba, incluso me invitaban a sus casas. Para muchos de ellos yo no era mujer, sino una extranjera, y además algo peculiar porque no lucía como “extranjera”, sino como una mujer de la etnia hazara. Volvería hacer lo mismo que hice en el 2001 en Afganistán y después en el 2003 en Irak: un jefe o una jefa con ideas claras, un equipo en Lima para trabajar de forma colaborativa, un plan de cobertura diseñado para nuestra audiencia, y entender que esto no es un trabajo sino una misión. Cualquier periodista de nuestro diario que tenga esta convicción está listo, y no importa si es mujer o es hombre.
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—Han pasado 20 años de todo esto. ¿Encuentras alguna similitud con el contexto actual?
La historia es circular y se repite, una y otra vez. La única diferencia es que hace veinte años, el ejército de EEUU estaba invadiendo el país y ahora ha salido. Los que nunca se marcharon fueron los talibanes. Si bien los conflictos en Afganistán por temas étnicos, políticos, sociales, y otros tantos, son una constante en la historia de este país, la incapacidad de las distintas autoridades afganas se ha traducido siempre en la poca o nula atención a los más necesitados, y este es el primer fallo en la gobernabilidad. Por entonces se decía que Hamid Karzai era presidente de Kabul porque más allá de la capital no se ocupaba del resto del país. Pero Kabul no es Afganistán por lo tanto las mejoras que sí se implementaron en la capital nunca se extendieron a las mayorías. He imagino que toda esa gente ya se cansó de esperar.
—Este viaje impactó mucho en tu vida profesional, pero también personal. ¿Qué pasó después de eso?
Tanto Afganistán como Irak me cambiaron la vida para siempre. Como periodista me hizo mucho más consciente de la necesidad de contribuir a impulsar la solución de conflictos a través de las negociaciones, para que no escalen a una guerra, pues en una guerra todos perdemos, especialmente los más vulnerables como las mujeres, los niños, los ancianos y los miles y miles de desplazados. Yo siempre digo que nunca volví de esas guerras. Después de Irak me fui a China y allí nací otra vez.
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