
Tal como sucede en Karate Kid, la historia personal del sensei Eduardo Salas Pooley, o Wayo Salas, arranca con un caso de acoso escolar. Si se contase una película sobre su vida, esta iniciaría con el día en que el niño Wayo despertó de un sueño intranquilo y descubrió un mechón blanco decorando su cabellera negra. Ese encanecimiento sectorizado lo convirtió en el punto de las burlas. “¡Ahí está el zorrino!”, se carcajeaban al verlo pasar. Le decían peores cosas también y siempre en grupo, que es como suelen herir más las bromas.
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Harto de ese bullying, Wayo se calzó los guantes de boxeo para aprender a repartir golpes. Solo tenía doce años. Era un asunto de defensa personal. Años después, ya en Londres, mientras estudiaba Ingeniería de Sonido, descubrió el karate y nunca más quiso dejar de vestir de blanco. Le dio disciplina, balance y propósito. La carrera de sonido no la ejerció pero, ni bien volvió al Perú, en 1972, abrió su dojo de karate en San Borja. Y nadie con aprecio por su integridad se atrevió más a reírse de él.
Wayo Salas y la historia del Karate

“El karate llegó al Perú después de la Segunda Guerra Mundial, al Callao y a La Victoria, pero este se practicaba a escondidas, de noche o a puertas cerradas. No era algo público. Lo trajo un sensei apellidado Nagata, que vino escapando de Okinawa porque mató a alguien en un combate entre escuelas”, relata Wayo desde el hermoso dojo que tiene en su casa de Chorrillos.
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El lugar es relajante y bucólico, como un pedazo del Japón rural de otro siglo teletransportado al país. Tiene una pequeña catarata, un árbol en el que cantan pajaritos y un camino de piedras y troncos que desemboca en una representación en piedra del ying y el yang. “Nosotros fuimos los que construimos el pozo”, dice por esa segunda generación de karatekas peruanos de los años sesenta y setenta que se dejaron la piel para hacer visible el arte marcial. Wayo entonces era un imperdible en la televisión. Lo llamaban para hacer demostraciones que implicaban romper ladrillos sobre las cabezas endurecidas de sus alumnos, quienes no acusaban rasguño alguno debido al entrenamiento.

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El Perú ha sido cuna de grandes karatekas. Hay que contar al recordado pentacampeón mundial Marcos Morón, fallecido en el 2015; al subcampeón mundial Mario Ramírez y a Alexandra Grande, con varias medallas de oro, entre ellas la de los Juegos Panamericanos Lima 2018. El propio Wayo fue nuestro primer campeón panamericano, en 1978.
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Para el karate deportivo hay un antes y un después luego del estreno de Karate Kid, la película de 1984 escrita por Robert Mark Kamen. En los años sesenta, el guionista Kamen fue hostigado por matones hasta que decidió aprender el arte marcial para poder enfrentarlos. La cinta describe cómo era la escena de karate en California, específicamente la del Valle de San Fernando, en donde muchos senséis desembarcaban, desde Okinawa, para abrir sus dojos. El karate era entonces símbolo de rebeldía y de contracultura, como la música psicodélica o el surf.
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“En San Fernando vivía mi primo y ese valle yo lo he caminado años. La película no inventa nada. Había enfrentamientos entre escuelas y los pleitos a veces se daban en la calle”. ¿Influyó la película en la popularidad que tuvo el karate en el Perú de los 80? Wayo contesta con un resoplido de confirmación. “Ufff, y con Cobra Kai está pasando algo parecido. En esa época se matricularon un montón de chicos después de Karate Kid. Hubo un verano en que tuve hasta 600 alumnos”.

Lo que más le gusta a Salas de Cobra Kai, la serie de Netflix que continúa con la historia de los personajes de Karate Kid, es que sus creadores no han descuidado la parte filosófica en medio de su objetivo de entretener. Es una comedia muy ligera pero que encierra una cierta visión tradicional de los valores del karate, el tao japonés y el ying y el yang. “No hay absolutos, hay oscuridad en la luz y luz en la oscuridad. Dentro de lo bueno hay algo malo y al revés. Por eso ves que el que era el ‘malo’ de Karate Kid es ahora un tipo humano, y lo entiendes, mientras que el que era el ‘buenazo’ ahora es un tipo materialista y desconectado. Ese es un mensaje filosófico de cómo tomar la vida”.
Wayo, que a sus siete décadas ha adquirido el look de un sabio oriental, con las barbas largas y canas y el pelo recogido en cola, aprecia los valores generacionales que la serie pone en juego en la boca del personaje de Johnny Lawrence, quien parece estar en permanente guerra con los tiempos modernos. “Hay una especie de crítica ahí a las cosas que se han ido perdiendo. Él [Johnny] se burla de que sus alumnos están en otra cosa, están con los celulares, con el joystick, más pendientes del futuro o del pasado, y sin pensar en el presente, sin estar en el aquí y ahora”.
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El karate nació originalmente de la necesidad de los pescadores de Okinawa, que estaban prohibidos de usar espadas u otras armas pero necesitaban defenderse de alguna forma de los abusos de los samurái, así sea con sus manos limpias (“karate” significa literalmente “mano vacía”). Para Wayo, no solo es el arte de la mano vacía, es mente y corazón vacíos. En él, la victoria y la derrota no son importantes, sino el desarrollo del carácter y el espíritu de sus participantes.
Con el tiempo, el karate ha ido pasando por un proceso de sofisticación y especialización, a tal punto que hoy existen dos categorías de competencia, la danza (kata) y el combate (kumite). En el karate tradicional ambas disciplinas no eran excluyentes. El karateka dominaba las dos cosas. Wayo hoy prefiere enfocarse en la danza y en la meditación, a la que llama la piedra angular de todo. Lo de romper ladrillos le parece algo innecesario, casi como una demostración vulgar de poder. “Ese ya es un juego de jóvenes”. //
Recuadro: el verdadero Miyagi
Fumio Demura ya era un sensei reconocido en la escena de Los Angeles cuando fue llamado por los productores de Karate Kid para hacer de doble de Pat Morita, que no sabía nada del arte marcial. “Él tenía su dojo a unas cuadras de la casa de mi primo y yo iba a verlo siempre. Grandes recuerdos”, rememora Wayo Salas.
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