En una de las mayores injusticias semánticas del idioma recurrimos a la palabra perro para connotar lo despreciable. Nos hacen una perrada. Tenemos un día de perros. Un impresentable es un hijo de perra. Y así sucesivamente, apuñalando referencialmente al mamífero cuadrúpedo que más paciencia, cariño e interés nos ha demostrado a lo largo de la historia. Salvo si lo comparamos con los políticos en campaña.
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Hay un perro que ha llegado a los noticieros en medio de la peor debacle contemporánea de la humanidad. No se sabía exactamente cuál era su nombre, tampoco importaba. En estos días, grises, fríos y húmedos del canalla otoño limeño, había un perro mestizo que parecía esperar a su dueño a las puertas del hospital Almenara. De todos los nombres que le dieron el más interesante fue el puesto por el ingenio automático de los guachimanes del hospital: Covid. Representar el mal de manera inversa, con la fidelidad incondicional de un animal, era una manera nominal de darle la contra.
Se dice perro mestizo por no decir chusco, deshonra que en realidad es un atributo contemporáneo: la diversidad. El desprecio implícito es atribuible a la mirada española del resultado de los cruces caninos en América. Para ellos algo chusco era algo extravagante e involuntariamente cómico. Este perro sin linaje pero con dos limones colgando de cuello como señal de protección mágica, es el que presuntamente esperaba a alguien que según el protocolo letal de la pandemia podía ser ya ceniza.
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Las enfermeras del Almenara se paseaban entre las camas de hospitalizados por Covid preguntando si alguien reconocía a su mascota. Entre la asfixia y el temor de Dios los enfermos sonreían al saber que alguien esperaba allá afuera, pero nadie daba razón. O era un sicosocial o es un mensaje divino que concentraba en estado puro un atributo con que las personas nos llenamos la boca: la lealtad.
Ninguna historia canina simboliza mejor la nobleza de estos animales como la del perro japonés Hachiko. Este animal que vivía en la estación de tren de Shibuya esperaba a su dueño todos los días a la hora que regresaba del trabajo. Este murió de una hemorragia cerebral en plena oficina, causas naturales diría la laboriosa cultura nipona, por lo que un día simplemente no regresó más. Hachiko lo esperó los nueve años que le quedaban de vida.
En Japón existen estatuas de Hachiko desde 1934. La última de ellas, hecha en el 2015 a propósito del 80 aniversario de la muerte del perro, se le representaba finalmente reunido en bronce son su amo. Lloremos todos.
Existen teorías que explican el proceso que consolida la unión entre humano y perro. Se dice que la domesticación durante millones de años se ha embebido en el adn canino, que valora y busca su pertenencia a una manada humana. Y se especula que a los humanos nos atraen las criaturas de rasgos exagerados, que de una manera elíptica se asemejan a los bebes de nuestra especie: los cachorros tienen cabezas grandes y orejas desproporcionadas. Si, parecen bebes, pero no joden tanto.
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Covid, o como se llamase, no esperaba a nadie. Solamente estaba perdido. Por qué escogió la puerta de un lugar donde se sufre para sentirse seguro es un tema visceral que escapa a nuestra limitación sensorial como especie. Eso no impidió empatía y conexión inmediata con las personas que en el veían nobleza y en correspondencia actuaban igual. Los hacía mejores. Aún hasta a los periodistas.
Por qué calificamos de perro lo ruin podría atribuirse, antes que al animal en sí, a la manera en que solemos tratarlos. Nos creemos con derecho a eso porque es muy humano el impulso a afirmar nuestra superioridad, a hacer comparaciones y a emitir juicios. Para los canes eso ni siquiera existe. Eso es lo que los hace mejores que nosotros.
Como bien lo sabe – o demuestra- el señor Chehade. //