En México 70 hizo tantas paredes que la cancha parecía un condominio. No era ingeniero, era 8, una posición en el campo que en esos años todavía respetaba sus fronteras: el medio, de enlace con el 6 y de socio con los ofensivos. Y sin TV. Roberto Chale tenía 24 años, jugaba con las medias caídas y la camisa fuera del pantalón y aunque han pasado ya cinco décadas desde que el mundo descubrió cómo jugábamos al fútbol en el Perú, este hombre de ojos verdes todavía recuerda, memoria de computadora, cada minuto de ese día. “He visto el partido, por fin, y ahora mi hijo sí me cree”, dice, atorándose en su propia carcajada, una tarde de 2020 en que lo llamo para hablar de un partido que nunca vimos juntos: el Perú 3, Marruecos 0, la primera goleada de la selección en un mundial.
La tarde en que jugó 10 puntos. Y así jugó.
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Perú vs. Marruecos. Mundial de México 70. En la calle se driblean postes, tan grandes como esos dos centrales marroquíes a los que engañó Chale enganchando a la derecha, saliendo por la izquierda. Lo que se aprende en el barrio y en el Interbarrios. En la calle se hacen pataditas sin mirar, mientras uno conversa con sus patas, se enamora de una chica, se va a comprar el pan. En la calle se aprende que si uno se lleva bien con la pelota, la conquista de otros barrios será más fácil, el prestigio trascenderá la esquina, y la posibilidad de que eso se vuelva una profesión —el hobby—, una noticia real. Hasta se podría salir en los diarios. Hasta jugar una Copa Libertadores ante los poderosos argentinos. Hasta podría un club, digamos, el Defensor de Luis Banchero Rossi, comprar el pase en tres millones de soles. O que un señor de apellido Boghossian lo quiera llevar a España, a un club importante, aunque le ganaran la comodidad y el miedo. Otros tiempos. Todo eso era Roberto Chale. Todo eso le pasó.
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Contra Marruecos —y ya antes con Bulgaria, en ese mismo mundial— su presencia en el mediocampo de Perú ordenó la salida, la proyección y los espacios. Era la función del 8, antes del nacimiento de los todocampistas —en el Perú, digamos, el Patrón Velásquez, ahora Renato Tapia—. Perú jugaba dando pases al pie, básicamente, porque no sabía otra forma. Chumpi se adelantaba y tocaba para Mifflin, Ramón para Chale y desde Roberto el juego con soberbia: tres dedos, engaño, pase de desprecio. No necesitaba correr mucho, ni hacer pesas o dietas excesivas: era la época en que el talento solo se superaba con más talento. Y aunque esa es su mayor crítica, es como si ahora nos enojáramos porque los seleccionados se distraen post partido con un IG live de madrugada y no están jugando ajedrez. Es otro tiempo.
Esta vez en Guanajuato, Roberto Chale fue influyente también en el marcador: su gol a los 68 minutos, el 2-0, es el sello de fábrica de una selección cuyo único pecado hasta hoy fue haber nacido antes de tiempo. De haber sido millennials, perdonaríamos las escapadas de Perico. Precisamente él, Pedro Pablo, abre juego, taco de Cubillas y Roberto, con esas patillas largas de hippie y su sonrisa de telenovela, baila mambo con elegancia delante de sus marcadores, antes de definir.
Y tenía 24 años.
Una tarde, cuando ya era el campeón del Apertura 2016 con la ‘U’, le dije a Roberto Chale que era el ídolo de mi viejo, que nunca tuvo TV pero sí paciencia para meterse al Nacional en segundilla. No del técnico, ni el señor de excesos, que sobre ambos sobran azuzadores: del futbolista que él que vio de niño.
—Dile a tu padre que muchas gracias. Eran sus ojos pero sí, creo que jugábamos un poquito.
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