La misión de este especial fue retratar en pocas fotos al habitante de la Lima actual, a raíz de los 485 años de fundación de esta ciudad. Una tarea imposible, sin duda. Somos unas 10 millones de personas repartidas en 43 distritos, la tercera parte de la población nacional. “Frente a eso, es difícil representar la esencia del limeño promedio o graficar a Lima, porque lo que hallamos es una ciudad diversa, compleja, cada vez más conectada con la tecnología y las corrientes globales”, dice el antropólogo Gerardo Castillo. Para la versión web, hemos dividido en dos esas imágenes. Comenzamos con las historias de las limeñas y, ahora, la de ellos.
“Lima es sinónimo de comida y olas. Yo persigo veranos por todo el mundo, pero siempre regreso a la Costa Verde y al cebiche”.
Todos los días del verano limeño, Ferruco llega a las 5:30 a.m. a la Costa Verde, cuando el día ya se iluminó. Viaja velozmente desde La Molina, donde vive cuando está en la ciudad. “El resto del año sigo al sol”, cuenta. Se dedica a asesorar a tablistas amateur con la autoridad que le dan sus más de 35 años de experiencia. Con ese oficio ha vivido en países tan diversos como Brasil o Asia. Pero el cielo de color panza de burro y el mar miraflorino lo jalan. Él solo se deja llevar por ese llamado primitivo de las olas.
“Vine a la capital a buscar el futuro que no conseguía en Puno para mis hijos. Lima es buena con la gente trabajadora”.
Hace 12 años Ismael cambió la vista al lago Titicaca, en Puno, por la selva de cemento de La Victoria, en Lima. Fue un viaje que tenía el propósito de hacer prosperar a toda su familia, como el de miles de migrantes. Lleva sangre de comerciante, así que eso fue lo primero que hizo al llegar a la capital con su familia: una tienda de telas. “Ahora ya tengo nietos limeños”, dice. Siempre tuvo claro que el viaje que realizó hace más de una década a Lima era sin retorno.
“En Lima vivo tranquilo. Aquí todo es trabajo y progreso, pero lo que hay que cambiar es el maltrato a la mujer”
A una cuadra de la estación Los Jardínes del Metro de Lima, en San Juan de Lurigancho, encontramos a Williams. Espera paciente en su mototaxi a su siguiente pasajero, a diferencia del resto de sus compañeros que bloquean el resto de la avenida para conseguir clientes. “Yo trabajo desde los nueve años. Comencé cargando ladrillos y ganando un sencillo, por eso nunca le digo no al empleo", cuenta sin prisa. “Aquí todo es trabajo y progreso, nunca para atrás, siempre adelante”, dice. Solo hay algo que interrumpe su semblante calmado: la violencia contra la mujer. “Hay algo que no tolero. Hay mucha violación, muchos que pegan a sus esposas. Eso está mal. No me gustaría que alguien de mi familia lo viviera”, comenta exaltado. Son temas que molestan hasta al más tranquilo.
“Trabajo en el Cordano desde hace 40 años, al lado de Palacio de Gobierno. He tenido muchos vecinos [presidentes]; algunos incluso vinieron a comer apanado”.
Sereno, de paso cansado y mirada amable, don Alvino recibe a limeños nostálgicos y turistas curiosos en el Cordano, uno de los bares limeños más icónicos. Llegó de Áncash sin saber dónde empezar y lo recibió este espacio detenido en el tiempo. “Hasta hace una década la ciudad era desordenada: ahora Lima ha cambiado”, dice con una sonrisa breve. Ríe un poco más cuando recuerda los platillos que los presidentes y ministros comieron en el local. Pero llegan nuevos clientes y debe seguir atendiéndolos con sánguches de jamón serrano y chicha bien helada.
“Nací en Lima cuando las comadronas nos traían al mundo y se caminaba con pausa por las calles. Ahora todos viven tugurizados e intranquilos”.
Es el dueño de una tienda ubicada en la esquina de la cuadra 7 de la avenida Arnaldo Márquez desde hace 33 años. Desde esa esquina ha visto cómo la ciudad se fue transformando de casonas grandes a edificios de pisos numerosos. Todo esto lo cuenta con un halo de nostalgia. “Yo viví en el Centro de Lima toda mi niñez, cuando no había tanta gente”, dice con cierto reniego. “Pero siempre he querido a Lima y siempre la querré”, cuenta, mientras prueba el foco que un cliente ha ido a comprar. El trabajo nunca se detiene.
“Los muchachos en la Apurímac de los años 70 soñaban con venir a Lima para tener un mejor futuro. Pero la cosa no es fácil. Felizmente, a mí el arte me salvó la vida”.
Cuando empezó a dibujar retratos, Seferino tenía un poco más de 20 años y solo había ganado un segundo puesto en un concurso escolar de pintura. Había llegado hacía unos años a Lima con muchas esperanzas y una joven esposa embarazada. “Levantamos cuatro palos y tuvimos nuestra primera casita en Villa María”, relata. Su primogénita murió a causa del frío cuando se amanecían vendiendo caramelos en las calles. Luego tuvieron cinco hijos más, hoy profesionales. Se lo debe a los retratos.