La estación de trenes de Varsovia Este se ha convertido en un infierno babélico de cemento.
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La estación de trenes de Varsovia Este se ha convertido en un infierno babélico de cemento.
Llego junto a Ania, mi esposa, y no sé qué hacer, a dónde ir o a quién mirar. Una vorágine de gente y de idiomas estallan en la entrada: ucraniano, ruso, polaco, inglés. Los refugiados están en todas partes y los voluntarios polacos también, guiándolos, dándoles comida, derivándonos con gente. Algunos no son evidentemente de origen ucraniano —estudiantes de países africanos, por ejemplo—, pero están allí en la misma condición. Sigo a Ania hasta una fila de escritorios improvisados con bancas de plástico y cajas de cartón donde están unas polacas tomando nota, haciendo llamadas, organizando gente.
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Hemos respondido al llamado de una organización en redes sociales que busca personas que quieran hospedar refugiados. Mientras Ania conversa con una de las voluntarias, contemplo mi alrededor: casi no hay espacio para moverme, la gente no deja de pasar y muchos me empujan por accidente. Veo junto a mí a una mujer —quizá de mi edad— con una maleta en una mano y en la otra cogiendo la menuda mano de una niña de unos cuatro años. Parece muy alterada. Otra mujer, una polaca voluntaria, está calmándola en inglés. Le pregunta por su hija, le hace bromas, le dice que hay que esperar un rato que alguien les responda.
La joven madre parece no entender muy bien qué le dice la voluntaria. Mi esposa regresa y me dice que van a traer a nuestro huésped. Pronto aparece Mykola y nos vamos. La guerra en Ucrania acaba de cumplir 46 días. Según la ONU, más de 4,3 millones de ucranianos han abandonado su país, y entre ellos, casi dos millones han huido hacia Polonia. Vivo aquí desde hace cinco años y siempre he visto ucranianos: la mayoría migró hace unos años, principalmente a raíz de la inestabilidad por los conflictos en Crimea y el Donbás. Son la mayor población inmigrante en Polonia. Ahora siguen llegando pero en masas, cruzando la frontera como refugiados de guerra, en carros, buses, bicicletas o a pie.
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Mykola vive en Kiev y tiene 24 años. Dos semanas antes de la invasión rusa había ido por primera vez al extranjero, en un viaje de negocios a nada menos que el Kilimanjaro, en Tanzania. Cuando estaba regresando, Rusia ataca a su país y entre conexiones termina varado en Estambul. No comprende qué está pasando, las noticias son inciertas, se contradicen. Habla con su familia y decide ir a Polonia. Ahí lo encontramos. Vamos a nuestro apartamento. Mykola se da un baño de dos horas. Ha pasado unos días febriles, pienso, se merece ese descanso. Como muchos ucranianos, habla ambos idiomas pero tiene como preferencia el ruso. La comunicación es difícil, mas no imposible: Ania le habla en polaco; yo, en inglés; él responde como puede. De alguna manera nos la arreglamos. Su familia está escondida en un pueblo cerca de Kiev. Los primeros días que pasó con nosotros nos decía que su plan era volver a Ucrania a ver a su familia y luchar por su país (todo hombre entre 18 y 60 años está obligado a pelear), pero después cambió de parecer. Quería quedarse en Polonia y buscar un trabajo, hacer una vida aquí en lo que dure el conflicto. Muchos de sus amigos están en la guerra y no pocos han desertado o estaban afuera y no piensan volver. Ningún joven de 24 años debería morirse en una guerra. No puedo juzgarlo.
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Ania y yo nos dirigimos a Medyka, un pequeño pueblo al sureste de Polonia y una de las fronteras más concurridas con Ucrania desde que empezó la guerra. Llevamos con nosotros a Olga, la amiga de otra amiga, una ucraniana que vuelve después de años a su pueblo natal. Está a salvo en Varsovia pero prefiere adentrarse en la zona de conflicto para reunirse con su familia. Ania maneja en un viaje de casi cinco horas. Cuando llegamos, Olga se despide de inmediato: le toca cruzar la frontera y caminar unos dos kilómetros hasta llegar a un paradero de bus donde un miembro de su familia la espera en un vehículo.
Nosotros nos quedamos en Medyka un buen rato viendo cómo podíamos ayudar. No paraba de arribar gente en buses o carros y una enorme cantidad a pie. Casi todas mujeres. Fue uno de los paisajes más tristes que he visto en mi vida y, al mismo tiempo, de los más hermosos, al ser testigos de la humanidad en su estado más elemental y, por ello, más excelso: gente ayudando a gente que escapa y lo ha perdido todo, sin buscar nada a cambio más que el bienestar del otro. //
La mayoría de los ucranianos deja atrás su país por la frontera con Polonia, aunque también buscan salidas por Moldavia, Eslovaquia, Rumanía o Hungría. Hay también millones de desplazados internos: 4 de cada diez ucranianos ha dejado sus hogares para vivir (o camino a su huida) en provincias del oeste, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Las autoridades polacas esperaban a unos 30 mil ucranianos diarios, “pero esta cifra quedó completamente superada”, según un informe de Efe.
Los países de la unión europea acordaron dar protección temporal a los refugiados (asistencia médica y social, permiso de residencia, entre otros).
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