La infancia es sagrada. Es el único momento en el que la pureza puede ser considerada algo real, comprobable, atesorando evidencia de que no siempre fuimos como lo que seremos.
En ese archivo sentimental local destaca la referencia a un héroe tan risible como determinante que defendía al mundo de monstruos indescriptibles con artes judocas y rayos imposibles. Ultraman, enfundado en látex rojo y plata, reordenaba el melancólico caos de la prepubertad nacional cada tarde después del colegio entre agridulce aroma a lonche y a pezuña.
Así como sagrada es la infancia, sagrada es la historia. Llegado el momento en que el que fuera fanático párvulo se hace contemporáneo del héroe, toca al primero interesarse por el origen de este parco y hierático (oriental, a fin de cuentas) paladín de la lucha contra la monstruosidad de gomaespuma.
Ultraman tenía un padre. Se llamaba Eiji Tsuburaya. Y tenía una madre, la muerte.
—Tokio bajo fuego—
Aún no había detonado una bomba atómica sobre Japón, pero lo que sucedía en Tokio el 9 de marzo de 1945 sería tan o más terrible que Hiroshima y Nagasaki.
Trescientos bombarderos B-29 dejaban caer sobre la población civil setecientas mil bombas incendiarias con un nuevo producto desarrollado por la Esso Oil Company: una gelatina de petróleo inflamable además de explosiva. Se llamaba napalm.
Según el bando en el que se estuviera, el acto podía ser visto como una acción de guerra o como una venganza por el ataque artero de Pearl Harbor. Cuarenta kilómetros cuadrados de la ciudad fueron calcinados, carbonizando a cien mil civiles, en su mayoría mujeres, niños y ancianos. Los hombres estaban en el frente de guerra.
Sobreviviendo al ataque en un refugio subterráneo se encontraba un cineasta adscrito al ejército imperial desde 1939, Eiji Tsuburaya. Este siempre quiso ser aviador, matriculándose a los 14 años en la Nippon Flying School. Admiraba las piruetas de una nave sobrevolando una ciudad. Lo que sucedía trágicamente en el cielo de Tokio en esos momentos.
Tsuburaya había sido uno de los artífices de una cinta imperial que celebra el ataque de Pearl Harbor. Se trata de “The War at Sea: from Hawaii to Malaya” (1942), un minucioso documental propagandístico para el cual había reconstruido a escala el puerto hawaiano, así como la agredida flota naval norteamericanacon una fidelidad apabullante.
Escuchando las detonaciones y sintiendo cómo la temperatura bajo tierra se incrementaba conforme el napalm combustionaba en la superficie, Tsuburaya mantenía la compostura y consolaba a sus hijos. Los entretenía con cuentos de hadas.
—La segunda agresión atómica—
Tras las dos explosiones atómicas que determinaron la rendición de Japón, las fuerzas de ocupación norteamericana en Tokio declararon a Tsuburaya persona no grata en 1948. Su labor como propagandista imperial fue tomada por hostil y posiblemente vinculada a misiones de espionaje.
Tsuburaya tenía poco más de 30 años y había quedado en el limbo. Con el orgullo nacional por los suelos y con solo tres empleados en su estudio de cine, Toho, se refugió en sus obsesiones cinematográficas, los efectos especiales y las construcciones a escala. Las heridas de guerra y las pesadillas atómicas fermentaron durante años. Hasta que en 1954, ya con 53 años a cuestas, Tsuburaya tuvo su primera epifanía monstruosa.
La idea se manifestó en la historia de un pesquero japonés que había sido afectado por la radiactividad de una prueba nuclear en las islas Marshall. La tripulación de 23 personas estaba contaminada; la pesca del día, varias toneladas de atún, comprometida. Japón entró en pánico, atemorizado por un probable contagio radiactivo: 500 toneladas de pescado habían sido destruidas. La prensa japonesa llamó al incidente “el segundo bombardeo atómico de la humanidad”.
Tsuburaya incubó la historia de un monstruo generado por la contaminación atómica. En el estudio había un empleado conocido por su contextura grande y gruesa como la de una ballena, y a quien llamaban así en japonés: ‘Kojira’. Este fue el nombre del cual nació el apelativo final del monstruo, Godzilla, un dinosaurio mutante de 50 metros de alto. Tsuburaya quería que en la piel del mismo se reflejaran las cicatrices causadas por las explosiones que él había visto en sus compatriotas. En los próximos meses, Tsuburaya solo abandonaba el diseño del monstruo para subirse a los edificios más altos de Tokio. Desde ahí imaginaba todas las maneras posibles de destruir cinematográficamente su ciudad.
—Del caos al cosmos—
Desde las pantallas de cine, Godzilla le abrió la puerta a toda la prole de monstruos posradiactivos que habitaban en la imaginación de Tsuburaya: los ‘kaijus’ (monstruos en japonés) Mothra, Rodan, Gorosauros, Manda, entre otras bestias notables.
Vomitado el trauma atómico, ahora Tsuburaya estaba interesado en el concepto griego del cosmos sobre el caos. Necesitaba un guerrero universal y restablecedor del orden y la armonía, pero con la contención propia del buda. Lo rastreó en el arte egipcio, griego y renacentista, buscando el rostro idóneo para transmitir una suerte de combinación entre el budismo zen y el sentimiento trágico de la vida. Tras la guerra, Tsuburaya se había convertido al catolicismo gracias a su esposa. Lo único que sabía era que este héroe, tal como Jesús, solo podía descender de los cielos. En este caso, el planeta Nebula M78.
El perfi l espiritual de su criatura lo encontró en casa: estaba encarnado por el espadachín japonés Miyamoto Musashi. Le dio una estatura de 40 metros, 20 mil años de edad y un traje espacial rojo y plata. Rojo en alusión a Marte, planeta que era una frontera menos fácil que la Luna. Y plata para estar en sintonía con la era de la exploración espacial. Por el primer color tuvo, en un momento, el provisional nombre de Redman, un error.
Recorría su espalda una fina aleta dorsal sin mayor funcionalidad que la de camuflar el cierre del traje, figura que su nariz replicaba proyectándose desde el centro de la cara hasta la bóveda del cráneo. Ese era su deflector espacial de navegación. No se le conocía función alguna.
Para ser un héroe propiamente dicho, este precisaba de un talón, a lo Aquiles. Pues tendría dos. El primero, el más visible, era una luz sobre el pecho que transitaba de azul a rojo cuando, al cabo de tres minutos sobre el planeta Tierra, su abastecimiento de rayos beta, su energía vital, se agotaba.
El segundo estigma, menos obvio, era el que residía detrás de su inopinada presencia en nuestro planeta. Y era nada menos que la bíblica marca de Caín.
La premisa era la siguiente: este justiciero espacial perseguía a un monstruo intergaláctico cuando en este trance llegó a la atmósfera terrestre.
Involuntariamente colisionó con la nave del humano Shin Hayata, miembro de la organización Patrulla Cósmica. Hayata moriría y el ser celestial encarnó en su cuerpo, usurpándolo a medias.
A Haruo Nakajima, el actor casi anónimo que bajaba 9 kilos cada vez que se ponía el disfraz de 90 kilos de Godzilla, se le encargó encontrar y entrenar al actor que haría del héroe cósmico, así como a por lo menos medio centenar de monstruos que lo retarían. El primer actor en ponerse el ‘wetsuit’ rojo y plata fue Satoshi Furuya, experto en judo. A las llaves de arte marcial transmitidas por el actor al personaje, Tusuburaya le agregó un arma especial, el rayo specium. Este solo se producía cuando el alienígena hacía la señal de la cruz con los brazos. Tsubuyara era un converso con fuerzas.
Al héroe solo le faltaba un nombre. Tsuburaya tenía en el aire una serie que era el remedo japonés de “La dimensión desconocida”. Se llamaba “Ultra Q” y sus capítulos más exitosos eran aquellos en los que aparecían los ‘kaijus’.
El prefijo latino ultra (más allá de) se había popularizado en Japón a raíz de los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. La gimnasia olímpica estaba categorizada en tres escalas de dificultad –A, B y C–, siendo esta última la más difícil. El medallista olímpico de Helsinki 1952, Tadao Uesako, dijo en televisión que el equipo japonés estaba en un nivel Ultra C. Todo en Japón se volvió Ultra. Por eso en 1966 el héroe se hizo público bajo el nombre transliterado del japonés de Urutoraman. Léase Ultraman.
—Ultraman, la fama y la saga—
La popularidad universal de Ultraman se dio cuando, al poco tiempo de lanzada la serie, la United Artist compró sus derechos para el resto del mundo. Al Perú llegó en 1969, generando una fiebre por el superhéroe mudo y los monstruos blandos que lo retaban sin éxito.
Los monstruos –50 especímenes interrelacionados entre sí, todos tributarios del adánico Godzilla– eran los justos coprotagonistas de la serie y destacaban por sus peculiaridades. Pueden ser considerados los antepasados de los pokemones. Por ejemplo:
-Antlar: odioso escarabajo gigante provisto de mortíferos rayos magnéticos con los que aterrorizaba a la civilización
-Baraji. Esta tenía a Ultraman como profeta.
–Gabora: criatura que se alimentaba de uranio y tenía a los boy scouts como archienemigos.
–Jiras: creación del científico loco Nikaido a partir de una lagartija. En la vida real era el viejo disfraz de Godzilla con un par de añadidos.
–Bemular: el antisocial que empezó todo. Ultraman lo venía persiguiendo cuando, al entrar a la atmósfera terrestre, colisionó con la nave de Hayata, matándolo.
–Pygmon: el monstruo de estatura humana. Contrahecho y permanentemente inflamado, parecía una hemorroide. Salvo eso era amigable.
El Ultraman original duró 39 capítulos, al cabo de los cuales fue derrotado por el monstruo Zetton y relevado de sus funciones por un Ultraman chiquito con el incomprensible nombre de Zoffy, quien se llevó a su antecesor y le dio una vida extra a Hayata, a lo Super Mario Bros.
Aquí la saga se complica. Después apareció Ultrasiete, donde el patrullero espacial Dan Moroboshi compartió su vida con la del héroe. Ultrasiete tuvo el momento más polémico del cristianismo militante de Tsurubaya cuando fue crucificado tal como a Jesús en una escena que mezcla Dalí con Nintendo.
Luego entró en acción Ultraman Jack, quien encarnó en Hideki Go, humano que sacrificó su vida al salvar a un niño de un monstruo. (1)
Por breve tiempo se dio la incertidumbre de si todos los ultramanes eran uno solo o llegaban a la Tierra en tiempos paralelos. Esto se aclaró –es un decir– cuando se reveló que los ultramanes eran cinco hermanos que compartían, además, una nutrida descendencia y parentela política que merecen un estudio especial de genealogía galáctica.
—Ultraman en Javier Prado—
Eiji Tsurubaya murió en 1970. Antes se dio el gusto de hacer una película final y compilatoria –“Destroy All Monsters”–, en la que 11 de sus ‘kaijus’ atacan las grandes capitales del planeta en mancha.
Lo que nunca alcanzó a ver fue la proyección mundial de su héroe celestial y el cariño global que despertó en los niños el superhéroe vestido en látex. Ultraman tiene un parque temático en Japón, Ultraland, así como un distrito comercial en Tokio en el que se ofrece toda la mercancía imaginable en torno a su historia. En diciembre de 1997, el astronauta japonés Takao Doi, a bordo del transbordador espacial Columbia, fue despertado con la canción de la serie “Ultraman”.
En el Perú, adultos contemporáneos recuerdan intermitentemente con agradecimiento esas peleas simuladas sobre una ciudad de cartón en miniatura. Destruir algo, si es sin consecuencias mejor, será siempre el entretenimiento favorito de los niños. El problema actual es que la destrucción se ha convertido en el pasatiempo favorito de ese monstruo contemporáneo llamado el fujimorismo. Cabe la pregunta si un superhéroe nipón, elegante y honorable, sería el único remedio a esto.
Mientras, espontáneamente, a la altura de la avenida Javier Prado con la calle Las Palmeras emerge un monumento de Oswaldo Guayasamín sobre el héroe ecuatoriano Rumiñahui que nadie conoce por ese nombre. Los taxistas le llaman el Ultraman de Javier Prado. El cosmos se ordena solo.
(1) Para diferenciarlos: el Ultraman original tiene shorts rojos más largos y cuello rojo. Ultrasiete tiene una suerte de búmeran sobre la cabeza. Ultraman Jack usa shorts más cortos y luce un cuello plateado. Y así.
La siguiente entrega, a cargo de Dante Trujillo, será el sábado 24 de diciembre.