"Amancaes, 1830", acuarela de Pancho Fierro que ilustra cómo era la vida en la ciudad en el primer tercio del siglo XIX.
"Amancaes, 1830", acuarela de Pancho Fierro que ilustra cómo era la vida en la ciudad en el primer tercio del siglo XIX.
/ Pancho

En 1839 Lima tenía una forma algo ovalada, corta en su parte posterior por el cauce del Rímac, que separaba la parte principal de la ciudad del arrabal o suburbio de San Lázaro.

Pero aquella parte principal se aproxima en ciertos planos a la forma de un triángulo, por la manera como avanzaba por el Sur la muralla de adobe que había hecho construir entre 1684 y 1687, el virrey don Melchor de Navarra y Rocafull, Duque de la Palata. Ese cerco anchuroso de suave talud y no muy alto, contaba con 34 bastiones dentados y con nueve portadas: la del Callao (que desde el triple arco que levantó el virrey O´Higgins era la más hermosa), la del Martinete, la de Maravillas, la de Barbones, la de Cocharcas, la de Santa Catalina, la de Guadalupe, la de Juan Simón y la de Monserrate. De ellas, solo seis estaban abiertas; porque la de Martinete, Monserrate y Santa Catalina se hallaban tapiadas. Por el lado Norte de la ciudad no había muralla (el río servía de defensa), y si se hablaba de las portadas de Guía y Piedra Lisa era solo de manera simbólica, ya que en ella no había sino casetas de aduana con su guardia para evitar el contrabando.

Área y población

Dentro de esta área irregular, que se extendía por más de tres leguas españolas, no todo se hallaba construido. En los extremos del este y del oeste había varias huertas (la Huerta Perdida y la de San Jacinto, por ejemplo), y si las calles llegaban hasta allí perdían el trazo recto y ancho de las manzanas o “islas” del fundador Don Francisco Pizarro. Aun en el centro mismo se podía ver muros corridos, pero detrás de ellos se encerraba una vasta área sin edificar ya que los 56 conventos, iglesias y beaterios se extendían aproximadamente por 700,000 varas cuadradas.

La población tampoco era muy grande. Después de la guerra de la Independencia, su número había decrecido. El suizo Johann Jakob von Tschudi, que visitó Lima por entonces, señalaba entre las causas de esa disminución: los muertos en la guerra, los desterrados por la nueva República, los repatriados voluntariamente, las víctimas de las epidemias y los estragos de los terremotos.

Es verdad que, por las deficiencias de los censos, no se podía hablar con precisión. Durante el gobierno de Santa Cruz, en 1836, se hizo un recuento sobre la base de las contribuciones. Y basándose en él, con un pequeño aumento en el número de esclavos, José María Córdova y Urrutia, en su “Estadística histórica, geográfica, industrial y comercial de los pueblos que componen las provincias del departamento de Lima”, daba para la ciudad en 1839 la cantidad de 55.627 habitantes que se distribuían de este modo:

Criollos, españoles y extranjeros 19.593

Indígenas 5.292

Negros y castas intermedias 24.126

Clero secular y regular 825

Esclavos 5.791

Las calles y las casas

El cuidadoso Tschudi, en su “Peru Reiseskizzen aus den Jahren 1838-1842”, nos ofrece, además, otros datos. La parte más ancha de la ciudad, de la Portada de Maravillas a Monserrate, o sea, de este a oeste, medía 4.471 varas; y la parte más larga, del Puente de Piedra a la Portada de Guadalupe, o sea de norte a sur (sin contar con el suburbio de San Lázaro, o de Abajo del Puente), alcanzaba a 2.515 varas. En las 419 calles de la ciudad, cada una con un nombre distinto y frecuentemente pintoresco, había 3.380 casas con 10.605 puertas exteriores; y se podía contar hasta 34 plazas y plazuelas.

A pesar de toda su leyenda, el ambiente general de la ciudad, por lo demás, era sencillo. Las casas eran de uno o dos pisos, con muros de adobe y techos planos por la falta de lluvias, con una anchurosa puerta que se abría al zaguán, una puerta contigua para guardar los coches, ventanas de reja, o con celosías de madera cuando se abrían en el medio piso, balcones morunos y cerrados que lucían sus cuerpos saledizos y que a veces doblaban las esquinas y se extendían por decenas de metros (las “calles sobre los aires” de que hablaba Calancha) y, en ocasiones, para otear el mar y gozar de la brisa, un airoso y gracioso “mirador”, que descollaba entre las azoteas y las triangulares ventanas “teatinas” abiertas siempre al viento del sur. Las nuevas corrientes de afrancesamiento empezaban a abatir los balcones, o por lo menos a modernizarlos con unas mamparas de cristales; pero, en conjunto, la Lima de la iniciación republicana tenía el mismo recato virreinal, y sobre los muros bajos y severos y por entre los hierros retorcidos de los pascantes para los faroles, se observaban los juegos de torres y de cúpulas, de campanarios y de miradores, que se recortaban sobre el cielo apacible, en el que a menudo ponían su sesgo y su negrura las molestas bandadas de gallinazos.

La Plaza Mayor

La vida esencial de la ciudad se concentraba como siempre, en el cuadrado de la Plaza Mayor, o Plaza de Armas. Allí estaba, hacia el norte, la Casa de Gobierno, llamada con optimista hipérbole el “Palacio”, y donde tenían sus oficinas no solo el Presidente de la República sino los cinco Ministerios (Relaciones Exteriores, Gobierno, Hacienda, Justicia y Guerra), la Corte Suprema, la Corte Superior y los Juzgados, el Tribunal Mayor de Cuentas, la Prefectura, la Sub-Prefectura y el cuartel de Gendarmes. Como contraste con la pompa oficial, no solo la fábrica de la vieja casona era modesta, sino que la desmerecían aún más los tenderetes de los cerrajeros adosados a un lado (la calle de Aliaga o de Palacio se llamó, por eso, también, del Fierro Viejo) y los “cajones” entoldados y con abiertas galerías de los mercaderes concentrados en la fachada principal, o de la Ribera.

“A pesar de toda su leyenda, el ambiente general de la ciudad era sencillo. Las casas eran de uno o dos pisos, con muros de adobe y techos planos por falta de lluvias”

Al oriente de la Plaza, se levantaba el Palacio Arzobispal y sobre todo la Iglesia Catedral con su anexo Sagrario, de nobles proporciones, pero pintada de indiscretos colores: rosa, verde, amarillo y azul. En los lados del sur y del oeste se sucedían los portales, pintados de ocre o almagrados, con balcones cerrados en lo alto de color verde o de un rojo pardusco, y conocidos tradicionalmente como el de Botoneros (por los pasamaneros y buhoneros que allí había) y el de Escribanos (por los oficiales del Cabildo y anteriormente de la Cárcel de corte). En el centro de la Plaza, la pila de bronce con sus leones y coronada por la estatua dorada de la Fama; y en todo el ancho cuadrilátero, el desfile incesante de comerciantes y soldados, veteranos de la Independencia y abogados de nueva hornada, religiosos de amplias vestiduras y sacerdotes del clero secular con imponentes sombreros de teja, oficiales de casaca galoneada y caballeros de levita ceñida; y por las calles circundantes, señoras en calesa, médicos a caballo, vendedores cobrizos en mula, aguadores morenos en burro e indios a pie y con poncho que llegaban desde la sierra conduciendo sus rebaños de llamas.

Saya, manto y carruajes

De todas las indumentarias, la más singular y sugestiva era, sin duda alguna, la de las clásicas “tapadas”. Aunque ya se habían dejado la antigua y movida falda “de tiritas” y la encarrujada y ajustada llamada también “de medio paso”, las limeñas seguían manteniendo un andar especial con mezcla de incitación y de nobleza, cuando se cobijaban en el día con el vestido tradicional de “saya y manto”. La falda o saya, que entonces se usaba “desplegada” (o como consignaba Tschudi, con puntual precisión, “saya culeca”), era, por lo común, de raso negro, o en todo caso de color oscuro: morado, verde botella, azul, marrón, granate. El manto, negro también, se ceñía sobre la cabeza, contorneaba los hombros, se curvaba en el torso y, sostenido con una mano, ocultaba maliciosamente el rostro, para no dejar ver sino un ojo encendido. La silueta era fina, la estampa femenina era ligera: y a falta de joyas y de adornos, que no podían convenir a tal vestido, las limeñas lucían con orgullo un pañuelo de encaje y dos pies menudísimos encerrados en medias con bordados y en zapatos de seda, inverosímilmente blancos.

“Las limeñas seguían manteniendo un andar especial con mezcla de incitación y de nobleza, cuando se cobijaban en el día con el vestido tradicional de saya y manto”.

Era, en realidad, una coquetería inverosímil, porque las condiciones de las calles de Lima no permitían esos lujos. Calles de tierra apasionada en unos casos, o irregularmente empedradas en otros, no siempre con aceras (hasta bajo los portales de la Plaza había guijarros puntiagudos; las lajas o pizarras solo se generalizaron en 1847), por el medio de ellas corrían acequias, a veces tan superficiales que era imposible evitar los desbordes, para tormento de los transeúntes. Es cierto que las acequias estaban cubiertas con piedra en las boca-calles y había nuevos puentes de bóveda en cada esquina de la Plaza Mayor; pero, el tránsito era difícil, no solo para los viandantes, sino para los coches, calesas y balancines a que tan aficionados eran los limeños y cuyo número era entonces tan crecido que, de las 10,000 puertas que había en la ciudad, 878 eran puertas cocheras.

Paseos y espectáculos

Es verdad también, por otro lado, que el encanto de Lima, se basaba en los rasgos del espíritu y no en el halago fácil de las comodidades materiales. En 1839 no había siquiera luz de gas, sino lámparas de aceite y de grasa; y los ocho débiles faroles que desde 1831 alumbraban cada calle, no se prendían tampoco con fósforos, sino con yescas y mecheros. Los entretenimientos de la vida diaria eran sencillos: conversación con las visitas en los alfombrados estrados de las “cuadras” de las casonas de importancia; tertulias o juegos de billar en los cafés y en las posadas; zamacuecas alegres en las huertas; baños del Puquio o de la Piedra Lisa; paseos en las dos Alamedas: la del Acho y la de los Descalzos; chismorreo en las gradas de la Catedral o junto a los pretiles del Puente de Piedra; juego desenfrenado con baldazos de agua y cascarones de huevo en Carnaval; cabalgatas el día de San Juan para coger en las lomas vecinas las flores amarillas del “amancay”, que se lucían después en las manos, en los cabellos, en los sombreros, en los trajes, hasta en las crines bien peinadas de los jactanciosos caballos braceadores.

“Los entretenimientos de la vida diaria eran sencillos: conversación con las visitas en los alfombrados estrados [...] en las casonas de importancia; tertulias o juegos de billar en los cafés”.

Los espectáculos más populares entonces, eran tres: las corridas de todos, las peleas de gallos y el teatro. Los toros se lidiaban en la Plaza del Acho, construida a firma durante el gobierno del Virrey Amat, al otro lado del puente sobre el Rímac; y los toreros más famosos en 1839 era los capeadores a caballo Esteban Arredondo, Juan de la Rosa Asín, José Dolores Mendoza y la amaron zamba Felipa Muñoz. Las peleas de gallos acababan de dejar el anfiteatro de la Plazuela de Santa Catalina, para trasladarse a un local cerca de San Marcelo, en la calle llamada antes del Mármol de Carbajal (por la lápida con el castigo al “Demonio de los Andes”) y que se llamó, por eso, de los Gallos. En cuanto al teatro, el viejo Coliseo, propiedad entonces de la Beneficencia, como encargada del Hospital de San Andrés, era modesta y descuidado; pero ello no impedía que la afición limeña lo llena cuando había comedias, o cuando alguna cantante se atrevía a lucir las galas de la ópera italiana. Don Felipe pardo había iniciado ya el teatro nacional republicano; Manuel Ascencio Segura empezaba a llevar las costumbres limeñas a la escena, como las recogía en acuarela el genial mulato Pancho Fierro; pero ya fuera con piezas de ocasión, o con melodramas españoles, o con adaptaciones del teatro francés, las representaciones terminaban siempre a la vieja manera, con sainetes y bailes en los que alternaban los nuevos ritmos: la polka, el vals y la galopa, con los tradiciones fandangos, los boleros, la cachucha, la zamacueca o el Don Mateo.

Los sonidos de la ciudad

Con la facilidad sencilla de la vida, con cierta liberalidad en las costumbres determinada por la inestable transición del Virreinato a la República, los viajeros que llegaban entonces (y que se hospedaban en el hotel francés del señor Maury, o en el de “La Bola de Oro”, en Mercaderes) hacían notar que los limeños pecaban a menudo, pero sabían también arrepentirse. La religiosidad era un sentimiento natura que no necesitaba comprobarse con el crecido número de iglesias y conventos, ni con las solemnidades de las procesiones: las de la Semana Santa, la del Corpus, la de Santa Rosa, la del Señor de los Milagros. Y el viajero francés Max Radiguet, que llegó poco tiempo después y que iba a describir con picardía las costumbres limeñas en sus Souvenirs de l´Amérique Espagnole, no pudo menos que asombrarse al observar que a la hora del Angelus, con las campanadas del “Ave maría”, toda la ciudad se paralizaba bruscamente, los hombres caían de rodillas, las mujeres rezaban y por unos minutos temblaba en el silencia la “adoración espontánea y colectiva de sesenta mil almas”.

“Los pregones iban marcando con sus voces el sonoro reloj de la ciudad: a las 6 la lechera, a las 7 la tisanera, la chichera y el heladero, a las 8 el bizcochero, a las 9 la vendedora de sanguito, a las 10 la tamalera...”

Tal era el apacible vivir de la ciudad, por lo común encerrada en sí misma y abierta solo a veces al mundo exterior, o a las raíces internas de los Andes, cuando la llegada del correo que se anunciaba por un pintoresco juego de banderas: gallardetes blancos, azules, punzó, verde, según viniera del Norte o del Sur, del Cuzco, de Pasco o de los Valles. Ciudad suave y alegre, al mismo tiempo presuntuosa y sencilla, urbana y campesina, animada por todos los colores como se animaba con todos los sonidos: algarabía de los vendedores, rumor encontrado y vocinglero de las conversaciones en voz alta, repique tenaz de las campanas (“en Lima se honra oficialmente a casi todos los Santos del calendario”, decía con cierta irreverencia Radriguet), o seco golpear del “cierra-puertas” ante el peligro de la revoluciones. Los sonidos marcaban de tal modo la vida d Lima, que dos limeños tan expertos como Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruana y Manuel Atanasio Fuentes en su “Guía del viajero en Lima”, nos han señalado los pregones que iban marcando con sus voces el sonoro reloj de la ciudad: a las 6 la lechera, a las 7 la tisanera, la chichera y el heladero (“¡eh riqui piñi!”), a las 8 el bizcochero, a las 9 la vendedora de sanguito de ñajú y chinchilíes, a las 10 la tamalera (“tamaléee suáa”); y luego la almuercera, el que ofrecía empanaditas, el vendedor de ante con ante, el alfajorero, la picaronera, la humitera, la melcochera, la picantera, el jazminero (“¡jardín, jardín!, muchacha ¡no hueles?”), el caramelero, la champucera, el animero; y, ya entre las sombras de la noche, el sereno del barrios que anunciaba: “¡Ave maría Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú y sereno!”.

La aparición de “El Comercio”

A esa fronda variada de sonidos se unió el 4 de mayo de 1839, no con un grito abierto sino con el rumor creciente y sostenido de los comentarios y conversaciones, el que daba a saber a la ciudad que había nacido un nuevo periódico: “El Comercio”. En la calle del Arzobispo Nº 47 147, en la casa llamada “de la Pila” por una fuente que tenía en el patio (y unas semanas después desde el 13 de junio en la casa del as Señoras Rávago, calle de San Pedro Nº63, “frente a la plazuela”), apareció el diario fundando por el ilustre Don Manuel Amunátegui. El diario no se voceaba, sino se repartía entre algunos suscriptores, y se vendía en la tienda del Señor Dorado en la calle de Judíos, frente a la puerta del Perdón de la Catedral, y en la Botica Inglesa de la calle de La Merced. Todas las hojas periódicas anteriores habían sido muy fugaces (acababa de morir “El Telégrafo” y se cerraba otra época del “Mercurio Peruano”) y en los primeros años republicanos no eran siquiera gacetas locales, sino voceros de caudillos o violenta expresión de banderías. Pero, “El Comercio”, que se inició con formato pequeño, con solo una hoja impresa en ambas caras por una presa Albión inglesa, pero con un editorial de visión amplia y con un lema cabal y equilibrado: “Orden – Libertad – Saber”, estaba destinado a alcanzar una vida más que centenaria, a afianzar de verdad el periodismo y a difundir el pensamiento, recoger los anhelos, percibir las esencias e identificarse no solamente con la vida de Lima sino con la vida profunda del Perú.


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