¿QUIERES SALIR CONMIGO?
No es fácil que alguien me guste al primer vistazo, creo que eso tiene que ver con alguna reminiscencia de época escolar en la que yo no me consideraba atractiva para los chicos. Como más de una vez me sentí invisible, y por lo tanto rechazada, en alguna de esas fiestas, discotecas, kermesses o bingos, en las que lo superficial mandaba sobre todo lo demás, me acostumbré a que no me miren y a no mirar. Por eso en la calle, en un bar, en el trabajo, etc. nunca miro a nadie. Observo, sí. Pero no ando viendo si hay alguien por ahí que me puede gustar.
Aunque sí me ha pasado, no lo voy a negar. He tenido novios, salido con tipos o mantenido relaciones de amor platónicas con chicos que me parecieron guapos desde la primera vez que los vi y es por un ridículo ritual de torpezas que me doy cuenta de que alguien me gusta mucho. Entonces me vuelvo aún más retraída y mi cuerpo comienza a actuar casi de manera autónoma.
Siempre me equivoco al voltear la cara para dar el beso de saludo y termino chocando narices. O el horror que es dar un beso en el aire, mis brazos y las piernas no saben cómo ubicarse, me cojo el pelo sin darme cuenta –señal obvia según un manual de expresión corporal que alguna vez me prestaron– y lo peor, es que me quedo completamente muda –que si fuera de las personas que se ponen rojas, el rostro me delataría a una velocidad turbo–. Para colmo, dejo de mirar de frente a la persona implicada y me dirijo a los demás al hablar, no al sujeto en cuestión. Esos primeros minutos, dependiendo de cómo va todo, se pueden volver horas.
Claro, después de terminada la cita llega el autoflagelo, que gracias a un habitual recuento mental, si se generó un interés de por medio, me hace avergonzarme nuevamente y querer que exista una máquina que retroceda el tiempo y hacerlo todo otra vez. Bueno, todo eso y más me pasó la otra noche con Renato (no Cisneros, por si acaso).
Tengo una pareja de amigos, abogados los dos, que desde que este blog apareció, insistieron por meses en presentarme al que, según ellos, era el hombre que terminaría con mi búsqueda virtual. Del candidato ideal sólo me habían adelantado que era filósofo, se ganaba la vida escribiendo en diferentes publicaciones y dictando clases, además de tener un par de libros de poesía en las librerías, 32 años recién cumplidos, soltero y sin compromiso. A mi me daba risa su forma de convencerme, parecía que me estaban ofreciendo el último modelo de televisor de pantalla plana o algo así. Pero no puedo negar que la oferta me pareció algo atractiva. Me llamaron la otra vez para saludarme tardíamente por mi cumpleaños, y decidí aceptar.
Quedamos en encontrarnos en un restaurante en Miraflores un día de semana. Aunque insistieron en recogerme del trabajo, me negué. Pensé que era mejor tener un plan de contingencia e ir en mi propio carro. Así, si ocurría lo peor de una cita a ciegas, es decir, que alguno de los dos no se sienta interesado, no tendría que depender de ellos, y alargar el feo momento de una incómoda despedida como: “hablamos, chau”, que en realidad significa no te voy a volver a ver. En cualquiera de los casos podría inventar una excusa y salir huyendo.
Aunque no lo aparentaba sentí que mi interés por Renato era mutuo. Nuestros amigos en común hacían las cosas típicas por crear temas de conversación entre él y yo, tipo “Renato, a Alicia le encanta el cine” o “Ali, a Renato le encanta el fútbol”. Entonces, comenzamos hablando de películas y equipos de fútbol. Cuando coincidimos en nuestra debilidad por Muerte en Venecia y Mendieta cuando jugaba en el Valencia, pensé que no había sido una mala idea aceptar. Miré a mi lado. Valeria y Javi se creían muy convincentes hablando de que platos de la carta en un intento de dejarnos “solos” en una mesa de cuatro, cuando yo sé que siempre piden lo mismo en ese sitio.
En este instante me volví hacia Renato y por la forma en que me miró supe que habíamos pensado lo mismo y nos reímos. Esa primera complicidad dio paso a algunas más. Cada vez que saqué un cigarro de la cajetilla tomaba mi encendedor y me lo prendía rozándome la mano. Me gustó que se fijara en el ganchito que sostenía mi cerquillo, y ya más tarde, que me dijera que le gustaban las mangas de mi blusa; ojo: las mangas, no la blusa. Entonces tiré al tacho mi timidez la y le dije que era más guapo de lo que había imaginado.
Los conspiradores se dieron cuenta de que la química había comenzado a fluir y cuando ya terminábamos los platos de fondo hicieron su gran final (son graciosos esos dos). Nos dijeron que se tenían que ir temprano porque Vale tenía que dictar una clase temprano. No miré el reloj pero supuse que no pasaban de las doce y yo sé que Valeria no se despierta antes del mediodía jamás. Llegó el momento incómodo. Era obvio que los dos nos queríamos quedar, entonces Renato me dijo si quería que pidiese otro vino, yo asentí y en cuestión de minutos vimos alejarse a la parejita con la alegría de haber tenido éxito.
Solos, hablamos de todo y me enteré de algunas cosas más. Vive solo hace años, pero hace unos meses se mudó a un departamento lleno de cajas que aún no ha abierto, porque le gusta abrir una de tanto en tanto y encontrar una sorpresa; se corta el pelo solo, tiene la voz grave y también se viste de negro. Bueno, esto no era necesario decirlo, bastó verlo. Es más serio que yo, o por lo menos eso aparentaba, pero nos reímos mucho, nos hicimos algunas confesiones, y por supuesto, nos miramos sin parar. De pronto el mozo nos dijo que ya tenían que cerrar la caja.
Salimos en silencio del lugar y le señale el lugar donde me había estacionado. Antes de abrir la puerta me volví hacia él. Se quitó el pelo de la frente y sonrió con cierto nerviosismo. Luego, se acercó a mí, me besó en la mejilla y me dijo que esperaba verme pronto. Bastó que dijera “pronto”, para terminar de animarme a salir con él. Pronto es una palabra muy bonita. Así que anotó mi teléfono en una libretita llena de anotaciones.
Me llamó ayer. Vamos a salir este fin de semana y prometo contarles cómo me fue.