Otra ocupa mi lugar
Y a la velocidad del rayo.Mi primer novio real fue mi vecino de enfrente. Se llama Marcelo y “estuvimos” nueve meses. A los doce años, los meses son como años de perro, es decir, se multiplican por siete. Nosotros, los populares Winnie Cooper y Kevin Arnold de la cuadra, íbamos entonces por nuestro tercer aniversario. Teníamos pensado casarnos (en la parroquia del barrio) después de terminar la universidad y tener dos hijos que se llamarían como nosotros, Marcelito y Ali. Por eso no fue de extrañar que el fatídico 22 de abril de 1985 a las 4:02 de la tarde, cuando Marcelo me soltó una de las populares frases de los 80, “ya no quiero estar contigo”, yo me hundiese en una dramática depresión que a los doce años se resumía en encerrarme en mi cuarto apenas llegaba del colegio, abrazar mi tocacaset con el uniforme puesto, escuchar “Heaven” de Bryan Adams unas 500 veces y llorar mirando la foto carnet en blanco y negro de mi ahora ex.
Marcelito había sido el primer chico que me gustó, el primer chico del que me enamoré, el primer chico al que le gusté, el primer chico que se enamoró de mí, mi primer novio, mi primer beso, el primero con el que caminé cogida de la mano a escondidas de mi padre y de su madre, mi primer intercambio de regalos de aniversario, el primer “te amo” que escuché, el primer “te amo” que dije, el primer soundtrack que compartí (lleno de Bryan Admas, Chicago, Air Supply, Bonny Tyler, Peter Cetera y el resto de esa mancha), la primera película que vi con alguien (Karate Kid) y claro, también fue la primera vez que un chico me rompió el corazón (y por extensión, mi primer ex).
Maldito Marcelo, ¿acaso no recordaste ese Halloween en que acompañamos a nuestros amigos y hermanos menores a pedir caramelos y tú, convertido en mi milkshake infantil de Ralph Macchio, Terry Grandchester y Marty McFly, dibujaste un corazón con spray rojo en la pared de una heladería con nuestros nombres dentro? Al parecer no. Con ese y el resto de nuestros lindos recuerdos me dejó como un trapeador.
Aunque Marcelo -a quien volví a ver esta década- me rejuró que yo fui quien terminó con él y que el corazón roto fue el suyo, no el mío, la niña de doce años que vivió como Edith Piaf su primera desilusión preadolescente sabe que fue él quien se esfumó. Y hay un detalle que me hace recordarlo y darle la contra a mi querido Marcelo-Ralph-Terry-Kevin Arnold: nuestra vecina (y supuestamente pata de los dos), que también vivía frente a mi casa, más conocida como: “¿qué?, ¿ya estás con otra?”.
El equivalente del espionaje vía Facebook en 1985 eran las ventanas de la casa de mis padres; todos los viernes, desde ahí, mi ya torturada almita volvía a sangrar con la vista panorámica del proceso del afán de mi ex primer novio y mi amiga. ¿Recuerdan ese episodio de “Los Años Maravillosos” cuando Winnie Cooper deja a Kevin Arnold por otro pata?, ¿nadie lloró cuando Kevin llora en el garaje de su casa abrazado nada más y nada menos que en los brazos del Sr. Arnold? Bueno, yo entiendo a la perfección lo que Kevin sentía en ese momento y me gustaría decir que es una emoción que pertenece al pasado. La verdad, no lo es.
Para Kevin Arnold ese es el capítulo llamado “La aceptación” y para mí, a los 12 años, “otra/o” fue la señal de que esa relación había terminado para siempre, el fin de nuestras esperanzas infantiles. Las cosas que el amor enseña (es en tono irónico, por si acaso). No solo te enseña que puede doler como la chingada, sino también cosas aún más confusas, que quizás suenan superficiales pero que son igual de humanas, aunque eso no les quite lo venenosas y nocivas que pueden ser para nosotros mismos. Celos, rabia, competencia, vanidad, inseguridad, miedo. Aquella lejana tarde escondida tras una cortina fue la primera vez que me comparé con alguien. Hasta ese día solo había sentido celos de mi hermano menor y solo había sentido la rabia de mis berrinches de niña. Y claro que me sentí inferior. Ella tenía lo que yo quería, ¿cómo no iba a ser más que yo? Era una reacción lógica. Él me deja por otra = ella es mejor que yo.
Lo que no sabía a los doce, ni a los diecinueve, ni a los veintiséis, lo tengo claro ahora (pero esa no es ninguna garantía, lo he comprobado).
Sí, jode ser olvidado, mandado por un tobogán al baúl de los recuerdos, reciclado, obviado, exterminado, pulverizado; duele ser de pronto invisible, intercambiable, indeseable e intrascendente.
Sí, jode más cuando nos sentimos como “todas las anteriores” y a nosotros ningún perro nos mueve la cola. Es decir, cuando él parece feliz con otra y nosotras estamos solas.
Sin embargo, ¿por qué tendría que jodernos más una persona desconocida que está con alguien a quien no queremos?, ¿necesitamos tener a alguien al lado para sentir que somos realmente alguien?
Responder esas dos cuestiones es resolver el enigma. Tengo que admitir que aun habiéndolas resuelto, me sentí igual de miserable hace unos días.
El viernes pasado, antes de salir de la oficina, estaba jugando en Internet cuando de pronto “un amigo de Facebook” había etiquetado a “esa ex – historia de la que no quiero volver a saber y que, la verdad, ya no me importa”. La curiosidad me venció y miré. Soy mala al admitir que sonreí cuando mis ojos lo miraron sin los anteojos de la ilusión.
Le di clic a siguiente. Qué bestia, ya no siento nada por este chico. Es más, cómo me pudo gustar. No es nada guapo, nunca lo fue. Clic. Se sigue vistiendo igual, guacala. Clic. Dios, qué pelo más feo. Clic. Estaba a punto de darle clic a otra cosa cuando de pronto la siguiente foto ya estaba en mi pantalla. Él y su nueva novia. Clic. Él y su nueva novia abrazados. Clic. Él y su nueva novia de vacaciones. Clic. Él y su nueva novia en la cama. Clic. Él y su nueva novia en sitios que nosotros habíamos compartido. Clic. Por la fecha del etiquetado pude suponer que el luto por nuestra separación había durado días, no los meses que a mí me había tomado olvidar todo el asunto. Apenas miré otras fotos me di cuenta que su luto había sido nulo, decidí abrir la ventana y lanzarme del quinto piso del edificio en el que trabajo.
Traté de utilizar mi lado racional. No sirvió de nada. Me convertí en un animal iracundo, en Glenn Close a punto de sancochar al conejo vivo. En tres microsegundos pensé en setenta maneras de vengarme del infeliz que tenía el atrevimiento de haberme cambiado por ¡otra!
Luego volvió esa lejana voz a susurrarme al oído: no fuiste nada para él, ella es mejor que tú. La rabia se convirtió en un puchero y luego en lamento.
Con mil espinas de cactus clavadas entre los dedos, en las axilas, la lengua y el corazón, suspiré y sentí lástima de mí misma una vez más. Dos amigas que trabajan conmigo voltearon a mirarme. Les conté lo que pasaba en mi pantalla y en mi cabeza.
- Ali, ¿y a ti qué te importa con quién está ahora?
- … (puse mi puchero versión clásica)
- ¿Acaso todavía lo quieres?
- No…
- ¿Te gusta?
- ¡Nooooo!
- ¿Entonces?
- … (cara de puchero versión “me voy a poner a llorar en este instante”)
- Ay, a ver, ¡arrímate! –dijo Anita después de darme un empujón y voltear mi pantalla para ver la foto. Ivette también se acercó y ambas torcieron la boca.
- ¿Ese era tu novio? –preguntó Anita con cara de haber chupado limón.
- Alicia Bisso- dijo Ivette mirándome a los ojos- ¿por esa bigotona te vas a poner triste?
Felizmente las mujeres sabemos de pócimas mágicas que no serán políticamente correctas pero que nos hacen sentir bien en un segundo. Mucho más que bien.
No, por esa bigotona no me voy a sentir menos, ni más. Ni por una centésima de segundo, nunca más en mi vida.
Si algún capítulo me emocionó de Los años maravillosos fue este, sin duda.
Esta canción está dedicada a todos los ex que nos cambiaron por Miss Bigote.