Esa noche, en la piscina
Como dice el personaje interpretado por Emma Stone en la película Easy A: “John Hughes did not direct my life” (John Hughes no ha dirigido mi vida) refiriéndose a su deseo de que el director de tantas películas pajas de los ochenta, también hubiese dirigido su vida. Yo siempre he querido que algún fragmento de mi vida parezca la escena de una película. Bueno, hace un par de meses pasó. Y quizás, eso lo cambió todo.A este chico, mi chico, lo conocí hace bastante tiempo. Más de dos años para ser exacta. Pero la verdad conocerlo es un decir. Lo escuchaba. Para que puedan entender, vivimos muy cerca. Vivo en una casa vieja de techos altos y paredes de adobe y quincha. Desde que me mudé a Barranco, me acostumbre a oír además de los ruidos de la calle, los movimientos y voces de los vecinos que me rodean. Uno solo, me llamo la atención. Una guitarra sonaba siempre. Como si Sin querer me fui acostumbrando a ese sonido que a veces coincidía con mis gustos musicales, y que otras veces odiaba por despertarme tan temprano las mañanas de trabajo o un algún fin de semana que me había acostado tarde.
Mi primer recuerdo de la música que tocaba o escuchaba ese “alguien” a quien no conocía de cara, es una canción de Gustavo Cerati, Magia. Hasta me la aprendí de memoria de tanto escucharla a través de las paredes. En esa época yo pasaba los fines de semana con un gordo arrogante que cada vez que lo escuchaba tocar la guitarra decía con voz de juez de American Idol/versión aburrida si estaba desafinando o no, o sí el cover que tocaba este vecino invisible le salía bien o no. Sin darle mucha importancia, yo solo oía esos estúpidos comentarios de este “supuesto” entendido del mundo de la música. Yo jamás me he dado tantos aires, me gusta lo que me gusta y lo que no, no. Pontificar acerca de lo poco que uno sabe me parece ridículo.
Esa relación se terminó. Pero la música nunca dejó de sonar. Recuerdo alguna vez en la que puteaba por seguir viviendo en esta casa, en ese entonces llena de fantasmas, que a pesar de no poder escuchar música para no traer de vuelta ningún recuerdo ni dolor, persistía ese rasgado de cuerdas y no me sentía tan sola.
Aunque en algún momento sentí curiosidad, estaba ocupada y ciega en recuperarme de esa última caída y de las anteriores, y volver a ser yo, a esa que quiero tanto ser todos los días de mi vida.
Cuando regresé de mi exilio playero, empecé a ver una mirada que por mucho tiempo había ignorado. No sabía si era el mismo que me daba sin quererlo esos conciertos gratis y privados. Como soy bastante tímida aunque nadie lo crea, me la pasé rehuyendo esos ojos que querían mirarme.
Hasta que llegó esa noche en un bar. Había ido con un amigo a bailar. Después de tanto tiempo a solas, el volver a divertirme lo hacía aun más paja. Mi amigo buscaba una chica que le gustase mientras yo bailaba sola en la pista del lugar lleno de gente. Como estaba segura de no querer conocer a nadie nuevo, hice la que hacen todas las que choteamos al mundo y seguí concentrada en la música y mi momento de diversión a solas. Hacía mucho que no bailaba. De la nada apareció una chica que me dijo que le gustaba el blog y cuando me señaló al grupo con el que había ido, vi una cara muy familiar. Como ya había tomado más de dos cervezas que en mi cabeza de pollo se multiplican por cinco, le devolví la sonrisa.
En menos de dos segundos, se me acercó. Como son dos chicos los que viven en mi misma cuadra, le pregunté cual era él. Se rió de lo despistada que soy, seguro. Según él me mandó una indirecta: ¿te vas sola a Barranco?, y como siempre vivo en Plutón ni la capté y le dije que me llevaba a casa mi pata.
Además, recién en esa pequeña conversación supe que esa guitarra la tocaba él.
Desde ese día, comenzó oficialmente la maratón de miradas. Pero no eran de esas miradas descaradas. Eran caletas y llenas de curiosidad, bastante inocentes la verdad. Eso fue el año pasado. Le empecé a prestar más atención a la música que venía del otro lado de la pared. Cada canción me gustaba y de paso, me acompañaba. Hubieron noches en las que reemplacé a mi Ipod por quedarme pegada a esas serenatas que él no sabía que me daba.
Yo estaba segura de gustarle. Yo no sabía si me terminaba de gustar. Hasta que llegó la noche de navidad.
Llegué a mi casa como a las diez de la noche el 24 de diciembre, sola y un poco triste. Parece que en mi familia ya nos olvidamos de hacernos felices en navidad, y eso me apenó un poco; es comprensible igual, mis hermanos tienen otras familias, yo no.
Sonaban los fuegos artificiales afuera. Salí con un vaso de whisky en la mano, para tratar de mirar esas luces que de pequeña me ponían tan contenta. Los árboles gigantes de mi cuadra no me dejaron ver nada.
Lo único que pude ver fue a ese chico acercándose a mí con una copa de vino en la mano, sentir que me besaba en la mejilla y me deseaba feliz navidad. Él si tiene una familia con quien pasar las doce, y se fue. Hasta ahora me re jura que volvió a salir para hablarme pero que no se atrevió a tocar mi puerta. Yo también me arrepiento de que no lo hiciera.
Así llegó el verano.
Una noche, después de correr fui a preguntar a la piscina del barrio a qué hora si había clases de natación o si uno podía ir a nadar cuando quisiese. Me dijeron que había un horario especial y gratis para los que vivían en Barranco. Pensé complementar mi rutina de “Run, Forrest, Run” con alguna sesión de natación pero no lo hice nunca.
Un día de esos, tristes y aburridos, regresaba de correr. El chico de la guitarra se me acercó. Yo, entre el sudor y la respiración cortada le hablaba como un telegrama parlante. Hasta que me pidió mi teléfono. En lugar de dárselo le pregunté:
-¿Te gusta nadar?
-Es lo que más me gusta, después de la música.
-¿Quieres nadar conmigo alguna vez?
-Ya ha empezado a hacer frío.
-Entonces, nademos con la ropa puesta.
El se rió. Más tarde le mandé la escena de una película que me gusta y le pregunté: “¿la haces?”, pocos minutos después me dijo: “sí, cuando tú quieras”.
Al día siguiente tocó mi puerta a las 6 en punto. Ya estaba anocheciendo. Caminamos sin hablar. Nos mirábamos de reojo. Él me preguntaba cosas que no recuerdo.
Cuando llegamos a la piscina, caminamos por el borde. El lugar estaba vacío. Le pregunté si había algún guardia. Él fue a asegurarse que no hubiera ninguno. Sacó un Iphone de su bolsillo y puso la canción del video que yo le había enviado por correo. Era su señal. Estaba listo. Yo también.
Nos lanzamos al agua.
Fuera del cloro, el agua sucia y el frío, no sé como nadamos el uno hacia el otro y nos besamos por primera vez.
Eso es todo lo que voy a decir hoy. Cada vez que recuerdo esa noche solo veo al chico que al que he empezado a ver todos los días y que me da tanta alegría como pánico; porque cada vez me gusta más.
Alguna vez mi vida tenía que parecerse a una película de John Hugues.
Estoy lista para tirarme a la piscina.
Y un bonus. La canción que me llevó a ti.