Mi primera vez en la India (Parte I)
Hace diez años pisé por primera vez la India. Hacía ya varios años que quería hacer ese viaje pero razones laborales (trabajaba en EE,UU, y solo contaba con 10 días de vacaciones por año) me impedían concretar ese sueño. En diciembre del 2002 partí de Estados Unidos hacia París para hacer un intercambio académico dentro de mi maestría.
Aproveché las vacaciones navideñas (y un poco más) para ir a la India. Aterricé en París, donde me dirigí a la casa de la tía de un compañero francés de maestría que me dicho que podía dejar mis pertenencias ahí durante el viaje. Al final terminé durmiendo en el sofá de la tía. Un hospedaje gratuito en París cuando uno es estudiante se agradece. Probablemente nunca leerá estas líneas, señora, pero muchas gracias por su hospitalidad. Al día siguiente tomé un vuelo en Air India rumbo a Delhi. Al principio viajaría algunos días solo hasta encontrarme con un compañero de estudios en Bombay, y l uego ya nos encontraríamos con otro compañero de maestría en Agra.
El aeropuerto de Delhi al que llegué era bastante patético. Recuerdo haber visto perros callejeros dentro del terminal y los baños que vi a la salida tenían retretes “estilo turco”. Pero no se asusten por esta impresión, porque un nuevo terminal internacional ha sido construido desde entonces. Al salir del aeropuerto solo tenía una cosa en mente: llegar a la estación central de trenes de Delhi para tomar un tren hacia la ciudad de Aurangabad en el estado de Maharastra, 1.275 km al sur. Prepagué el taxi en el aeropuerto y subí a un Ambasador (por varias décadas el único carro que se fabricaba en la India basado en un viejo modelo inglés de 1958).
- Guud ivinin sir! (moviendo la cabeza)
- A la estación de tren, my friend!
- Oh, mai guud sir, trein steishon nat gud at dis hour!
Pasó prácticamente todo el trayecto dándome todos los argumentos posibles para convencerme de no ir a la estación de tren aún y llevarme a algún hotel (que seguramente me cobraría un precio más elevado para pagarle una jugosa comisión). Finalmente me dejó delante de la estación central de Paharganj. Eran como las dos y media de la madrugada.
Al entrar en el hall principal de la estación tuve que andar con cuidado para no tropezar con los cuerpos durmiendo en el suelo: algunos esperando un tren, otros porque es ahí donde pasan la noche. Poco a poco comenzaron a rodearme algunos individuos que se ofrecieron “ayudarme” a comprar mi boleto de tren. Como por definición soy desconfiado con todo quien me aborde en centros de transportes, más aún recién llegado a un país que no conozco (mucho más cuando estoy con todo mi equipaje y encima acumulando diferencias horarias y horas sin dormir), decidí hacerme el que no entendía inglés, respondiéndoles solamente en español y con un fuerte acento caribeño para que fuera aún más incomprensible. Chico, que no entiendo eso que tú me dices!
Descubrí que la ventanilla estaba cerrada y finalmente accedí a seguir a alguien que me decía que la “oficina oficial” de venta de boletos de tren funcionaba al frente de la estación en horas de la madrugada. Cruzamos al otro lado de la calle y me llevaron a una agencia de viajes, donde despertaron a los dos empleados que dormían ahí mismo. Manteniendo mi actitud de “yo no hablo nada de inglés”, los oí proponerme el ticket de tren para Aurangabad por el equivalente de 60 dólares. Ante esto, les dije cuatro “ajos” en castellano y volví a paso apresurado hacia la estación con un coro de gente detrás tratando de convencerme de que esa era una “oficina oficial”. Tuve la suerte de encontrarme con el gerente nocturno de la estación, quien me explicó que las taquillas no abrirían por una hora más y me invitó a tomar té en su oficina mientras esperaba. Cuando finalmente abrió la taquilla, pedí un boleto a Aurangabad en segunda clase. “Ya no nos queda ningún billete en clase reservada, solo tenemos en clase general, pero no se la recomendamos”, me dijeron. Compré igual mi boleto (+-4 dólares por 16 horas de tren) y me fui a la plataforma.
Cuando el tren finalmente llegó a la estación me acerqué tímidamente a los vagones de clase general, pero me ganó una avalancha de gente empujándose para tratar de entrar en el vagón. Le di una mirada a la gente, otra a mi enorme mochila y me dije “aquí no entro ni de vainas”, y subí a un vagón de segunda. El controlador me cobró una pequeña multa por subir a una clase que no me correspondía y donde se supone no había lugar.
El sol comenzó a salir y a través de la ventana observé el panorama: gente viviendo alrededor de los rieles del tren, lavando ropa, despertando, haciendo sus necesidades, todo a la vista de los cientos de pasajeros. El tren también era un mundo único, pero hablaré más sobre los trenes de la India en una próxima entrada.
Me di cuenta de que no tenía nada que comer y que tenía hambre. La madre de familia sentada al lado mío me adivinó el pensamiento y me ofreció un poco de arroz algo pegajoso y unas samosas (empanadas de verduras). Quince horas después llegué a Aurangabad y conseguí un hotel donde dormí hasta la mañana siguiente. Una noche de sueño reparador y un suculento desayuno Punjabi me devolvieron al mundo de los vivos. Durante los próximos días visitaría las cuevas sagradas de Ajanta y Elora a las afueras de la ciudad.
(Continuará)