Un desayuno como en casa
A mí gusto, no hay mejor manera que un desayunazo en el mercado para arrancar el día en Cusco. Sea que te espere una larga trepada de montaña, una vuelta turística por el valle, o una intensa jornada de labores. La inyección mañanera de un juguito y tu pan con palta, queso o huevo, te pone a punto para encarar lo que sea.
Por cuestiones de la vida, mi estancia en Cusco la he pasado básicamente viviendo en San Blás, por lo que mi point ha sido su pequeño y caleta mercadito. Es curioso cómo pocos conocen el mercado de este barrio, al final de la calle Chihuanpata. A diferencia de otros en el Cusco -en especial del de San Pedro-este me resulta más acogedor y me alienta su tráfico ligero. Sin embargo, en todos los que he conocido en este lugar, y fuera de la ciudad misma, el saborcito y la onda que se licúa en cada surtido es el mismo: el gusto de mamita cusqueña.
Los mercados de Cusco han logrado también en gran parte romper barreras, prejuicios y sentar en la misma mesa a turistas y locales. Todo el mundo se ha corrido la voz de que con menos de diez soles te vas a tomar un desayuno inolvidable, no solo por lo rico que lo preparan, sino por la experiencia. Diría, sobre todo, por la experiencia. Sí. Nada me gusta más que saludar a las caseras, preguntarles cómo están sus hijas, que me digan “buenos días papá” y yo decirles “buenos días mamita”, que me den “aumentito”-o yapa como decimos en Lima-mirar sus periódicos pasados y observar, mientras trato de empujarme los cuatro vasos de jugo combinado por tres soles.
En San Blás mi casera es Marcelina, para los jugos, y para los pancitos, Celinda. No es que sean mejores que las demás, es solo que fueron las que escogí arbitrariamente desde que llegué. Pudieron ser cualquiera de las otras amables señoras que tienen sus puestos vecinos, pero ellas me fidelizaron y hasta las considero mis amigas. Me gusta pensar que ellas también me ven como un amigo, su casero. Cuando me ausento un tiempo me preguntan dónde he estado, cómo está mi novia, qué dice la música y más preguntas que endulzan mi jugo sin azúcar. Es lindo tener un contacto así cuando vives fuera de tu lugar de origen y extrañas a tu madre.
Cuando ya he pedido y arranco a degustar mi kit de supervivencia para el día, que consiste básicamente: en jugo combinado de papaya, plátano, naranja, betarraga y algún componente místico adicional y mi súper sándwich de palta, tomate, albahaca, huevo y queso en la sartén, siento que la vida es mejor. A mi lado se sentará seguramente algún brichero que ha traído a su reciente conquista para mostrarle la Cusco experience, o el Cusco roots, como seguro la promocionan. A la semana o al día siguiente, traerán a una nueva con el mismo cuento, que no es cuento en realidad. O incluso, algunas turistas se quedaron más enamoradas del desayuno que del consorte y empezarán a venir solas, conscientes de que pueden vivir por su cuenta la Cusco experience, y hasta dirán “casera” o “mami” con su español no perfeccionado.
Sigo viendo mientras voy por el tercer vaso y la mitad de mi sanguchón: el mercado es un espacio libre y democrático. Acá me siento en casa. No como en cualquier lugar del centro donde me siento ajeno, o alguien podría sentirse así. En esta banca de madera me siento imbuido en la dinámica cotidiana donde todos somos–o deberíamos ser-uno. Para mí, este desayuno es medicina, me deja pensativo y feliz, feliz de pensar o de solo estar bien. Para otros, sus kits matinales tienen otros componentes. Por ejemplo, hay para los que vienen del juergón que se compran algo levantamuertos como extractos de verduras, que incluso las mamitas diseñan al gusto –o necesidad- del cliente. Así, al trasnochado le insertan una dosis fuerte de maca, zanahoria, malta, huevo y raíces de todo tipo para que sobreviva y esté operativo para la próxima salida.
A mí me recetan sábila a veces. Marcelina me ve pelado y se solidariza poniendo el cactus gelatinoso camuflado en mi combinado para que me crezca el pelo. Celinda por su parte, no escatima en palta porque notó que me desvivo por la cremosidad de esta fruta y que siento una experiencia religiosa cuando se desborda de mi pan. A veces al kit le sumo chocolatada-leche de vaca calientita con barra de cacao derretida-y aunque esté fuera de la carta, me permite meterle café pasado a mi gusto, lo que generalmente, es bastante. Así, te engríen de a poquitos y te sientes bien, en casa en una ciudad donde no naciste y que mientras vas por el cuarto vaso, piensas que realmente podías vivir siempre aquí. Luego me dan aumentito y yo también le quiero dar aumentito a mi vida, mientras haya Cusco.
Este desayuno es medicina. Otros caseros llegan como yo a pedir siempre lo mismo. Después te encuentras con la misma gente y hasta parece el comedor de todos. Por ejemplo, los puestos de Marcelina y Celinda no están juntos, pero si, por ejemplo, me senté esta mañana donde Marcelina, y ya Celinda tiene listo mi pan, ella lo envía en sistema de chasquis por los comensales de los otros puestos. Así me llega el pedido gracias a la fuerza del pueblo, de mano en mano. Lo mismo yo, puedo interrumpir el primer y sagrado sorbo de jugo para apoyar la causa y servir de posta con prolijidad para que el omelette con queso le llegue rápido a mi vecino de la otra esquina. Ya todos conocen la modalidad, y los que no, solo la aprenden cuando les cae sin aviso un pan con aceituna que no pidieron y todos los miran como diciendo “¡sigue, sigue!”. Como dirían los Blues Brothers, todos estamos en una misión de dios.
Para mí, y con sinceridad, Cusco tiene un portentoso legado arquitectónico que deslumbra, pero a mí me deslumbran con mayor intensidad cosas como éstas. Macchupicchu, Saqqsaywamán, todo es alucinante, lo amo, lo disfruto, también aprendo de eso y me siento mejor persona cuando me echo sobre sus piedras a no hacer nada. Pero esas cosas inmateriales que pasan desapercibidas, los cantos, los bailes, los abrazos rompehuesos de tus amigos cusqueños, el beso tímido de tu casera cuando te vas, el olor a mercado, el aumentito, esa bola invisible, ese rumor de Cusco actual, cuando te toca te quema, te transforma para siempre. Te deja lelo.
Escribo esto con pasión porque lo vivo todos los días y me hace feliz contarlo. Me hace recordar–o recordarme a mí mismo-que el Cusco “místico”, que la “vibra” o “energía” de la que tanto se habla está tanto en la piedra de los 12 ángulos como en el jugo de Marcelina. El patrimonio de Cusco es, sobre todo, inmaterial, y está al alcance de todos. Solo hay que levantarse temprano, salir al mercado más cercano, elegir tu casera–o dejar que ella te elija a ti-servir fielmente de chasqui y entrar en la bola mágica para no salir nunca más. Hace poco hablaba con mis mejores amigos sobre las revelaciones y nos preguntamos mutuamente ¿cuál fue tu última revelación? Hoy diría que esta me toca: el jugo del mercado es el nuevo Macchupicchu.
(Para aterrizar. Los jugos y extractos cuestan en promedio 4 soles, a razón de cuatro vasos. Los panes de acuerdo a su relleno, entre 1 sol y 5. También ofrecen mates, leches, avena, quinua en forma de gelatina, café y más. Puedes elegir tu combo. Todas tienen los mismos precios y los publican en coloridos carteles, coronados por su nombre).