Tabaris
Si tuviera que elegir un pueblo norteño en donde pasar mis últimos días, ese sería Pacasmayo. Su viejo muelle de madera, su malecón de casas de otros tiempos -quién sabe, quizás habitadas por algún fantasma-, sus callecitas en pendiente caminadas sin prisas por gente que parece no tener ni horario ni destino, sus olas que revientan sin desmayo frente a caballitos de totora siempre erguidos cual vigilante soldado moche. Querido Pacasmayo, refugio de mis últimos días, en donde todo parece dibujado por alguien bendecido por la dulce melancolía.
Foto: Enrique Cúneo / Archivo El Comercio
Y aquí estamos una vez más, en este hermoso pueblo de los mares del norte, en donde, nada más al llegar, el vivir se convierte en dulce vivir y en donde el comer, gracias a lugares como el Tabaris, se convierte en prueba viva de que las cosas simples suelen terminar siendo las más bellas.
Estamos en la puerta del Tabaris, esperando a don Miguel Castañeda, su fundador. Su esposa Nancy nos cuenta que cada mañana, don Miguel sale en su moto 70, a caletear las playas cercanas, buscando el pescado perfecto que le haga honor al don natural que Nancy lleva en sus manos. Porque no hay que olvidarlo nunca: la mano es el ingrediente secreto de todo cocinero norteño.
Don Miguel ha llegado. Su canasta está llena: tollos de leche, chitas, pescaditos de roca, cangrejos, caracoles, pulpos. Empieza la fiesta. Comenzamos con un cebiche que a primera vista nos anuncia que ya estamos en nuevas tierras. Cortado en filetitos, sazonado con un punto de ajo, marinado hasta dejarlo blanco como se solía comer el cebiche tiempo atrás y aliñado con el famoso ají mochero… El cebiche de doña Nancy, distinto por donde se le mire al cebiche que comemos en Lima, es la prueba palpable de que en la cocina, como en la vida misma, las diferencias casi siempre terminan siendo una deliciosa y afortunada virtud.
Don Miguel irrumpe en la sala con cara de orgullo. No es para menos. Lleva en sus manos una fuente con la especialidad de la casa: tollito pasado por agua, bañado con un jugo de ají amarillo que es casi una leche de tigre, la que el tollo -aún caliente- logra entibiar logrando arrancarle sus aromas más profundos. Jugoso, acidito, picante, ligerísimo. Estamos frente a una obra de arte moderno en su estado más puro.
Nos cuenta don Miguel llamó a su casa Tabaris en honor a un bar de aquellos que él solía frecuentar en Lima. Nos cuenta doña Nancy que esos fueron otros tiempos, que hoy don Miguel, y su dulce mirada, es lo que es. Un gran esposo que todas las mañanas sale a buscarle el pescado que le haga honor a sus manos. Que empezaron como cantina, que juntos han trabajado 20 horas diarias para lograr lo que es hoy su mayor victoria: ver a sus hijos convertidos en hombres de bien y ver a sus comensales felices con aquello que a ellos los hace felices. Para don Miguel, pasear en su moto 70 buscando el pescado más fresco; para doña Nancy, cocinarlo con su mano bendita.