El mal
El profesor X habló sobre la literatura y el mal, sobre aquellos seres perversos y abominables que han poblado las novelas. Al decir verdad, no entendí la naturaleza maligna de Javert cuando habló de Los Miserables. Su obsesión por la ley y por recapturar al piadoso Valjean no lo convertía en un monstruo. Tampoco Madame Bovary era un demonio tentado frente al aburrimiento que le producía su marido. Su infidelidad, aunque no justificable, me era comprensible.
En realidad, el mal por el mal, la caricaturización del mal era más propio de las telenovelas que de las novelas y, por tanto, el ideal de narrar debía coincidir con la posibilidad de construir un antagonista humano. Lo humano es falible, toca la divinidad y las entrañas del infierno a la vez. La vida real nos presenta personajes que lindan con la medianía moral, de esa mediocridad lejana de lo abominable y de la santidad.
Elaboré todas las características de mi antagonista en un papel. No era la bondad encarnada, sino la conjunción de las virtudes y los pecados, pero volcado a rivalizar con menos mérito por una mujer o una victoria cualquiera.
Me sentí tentado, no obstante, de apelar a la ruda maldad de las telenovelas, construir a un ser que produjera la indignación del lector, que fuera la personificación del mal puro, del odio en su esplendor de fuego. Según el profesor, tal sujeto no era verosímil, pero era, sí, la satisfacción por la catarsis. Un monstruo moral puede habitar la realidad, pero es una minoría extraña, poco creíble. Más los he visto en la cúspide del poder que en el llano y es que el mal se despliega con deleite y libertad en el poder, sea cual sea la dimensión de éste.
El profesor me dio a leer la historia de Joshua, el ermitaño, de Jeremiah Bosch, un autor judío alemán poco conocido y no traducido al castellano aún (apenas al inglés). Joshua era un escritor bisoño que se enfrentó a la arrogancia pueril de un joven crítico, Stirk Lowensth, cuando éste trizó su novela como a un vaso. Y no es que la novela fuera en su conjunto mala. Lowensth era una mala entraña con inteligencia aguda y minuciosa, lo que lo tornaba en bastante peligroso. Y odiaba a Joshua porque recordaba una antigua derrota en lides de amor. Nunca le perdonó que este le hubiera hurtado el amor de Ilsen. No podría ser objetivo, sino un tortuoso y sesgado lector empecinado en ver el orificio en el zócalo y no el esplendor del palacio.
Joshua no soportó la crítica porque no estaba preparado para comprender el mal del mundo y dio a parar a un monasterio benedictino de donde nunca más salió. Nadie supo de él sino cuando descubrieron un manuscrito en una biblioteca de Bruselas, que se convirtió en el libro de la centuria: “La columna de fuego”.
De esa historia es que construí, en parte, la trama de “La danza del fuego”-
El profesor X leyó mis apuntes y ensayó un mohín, luego dijo: “En la próxima sesión hablaremos del azar y del amor”.
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