La novela de Arturo
“No planearé una novela”, me decía Arturo T. Lo conocí en el taller y fue difícil plasmar en la realidad una amistad que se forjó solo en una interminable tertulia en los salones del edificio Pardo.
“Es que nada se puede planear porque nada es más incierto que la vida”, decía con suficiencia. Su mujer lo había abandonado y a las semanas perdió su empleo en un banco. Enfermó y dio a parar a un hospital, sin seguro de por medio ni perro que le ladre. Sus padres habían muerto meses atrás y su único hijo migró a Francia.
Un año antes, Arturo era un sujeto jovial y pletórico de vida, pues lo tenía todo. Hoy tantea la buena voluntad de sus amigos, debe seguir la línea del personaje ficticio que más odiaba, Blanche (de Un tranvía llamado deseo). Vivir de la buena voluntad de los extraños en un mundo de extraños.
Le presté algunos auxilios económicos, pero no olvidaré la amargura de su rostro cuando me leía a su dilecto Séneca en “La brevedad de la vida”. Sí pues así somos de precarios, qué le vamos a hacer. “Nada es seguro, todo tiende a romperse, a dispersarse”, dice. Se lamenta de haber caminado dormido mientras la vida le obsequiaba. Preocupado siempre por los impuestos, las desgracias y las perversas posibilidades.
Me entregó un papel con una frase que yo mismo escribí en algún artículo extraviado en la memoria, es de Saint John Perse y dice a su letra: “Invalorables son los momentos y las esperanzas inciertas”.
Debo confesar que tal experiencia me marcó. No supe de él, pero siempre cargo en mente como un equipaje ligero aquel buen consejo que me dio y que se lo dio a él un budista zen: “la eternidad se reduce a un punto, el ahora. Solo existe el ahora, lo demás es memoria o perspectiva, subjetividad”. Por él abracé la meditación como una práctica que suelo recomendar.
Virtú e fortuna, decía Maquiavelo ¿Cuánto del destino lo pone el azar y cuánto nosotros con nuestros despropósitos? Esa, por cierto, fue una pregunta que Arturo no me supo contestar.