La carta
“La carta que aguardamos con más impaciencia es la que nunca llega. No hacemos otra cosa en nuestra vida que esperarla. Y no nos llega, no porque se haya extraviado o destruido, sino sencillamente porque nunca fue escrita”.
(Julio Ramón Ribeyro, Prosas Apátridas)
Vuelvo a Ribeyro con una frase que me remite a una que Pessoa trazó en medio de uno de sus más turbados poemas (La tabaquería): “Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de un muro sin puerta”. Esperamos siempre, esperamos de la santidad de unos, de la incondicionalidad de otros, de la respuesta de alguien, de la buena ventura por siempre, del amor eterno, del deslumbre repentino, de la empatía inagotable, de la buena opinión, de la quietud que torna en perenne…esperamos siempre como inagotables faros en un mar sin puerto.
Como Dante, aguardamos la Vita Nuova, como D’Annunzio la renovación que es vida, la dialéctica de los días que se suceden como en Hegel o Heráclito (que es lo mismo), como Saulo la conversión inmediata. Esperamos la luz que nos torna en genios, la iluminación de Gautama, el descubrimiento de nuestro talento, la inmortalidad engañosa, la gloria esquiva, la certeza inasible, la felicidad infinita. Como el viejo Coronel de Gabo, esperamos la carta como un milagro. Nunca llega.
Y mientras tanto…
No es un alegato contra la espera, sino contra las falsas actitudes del tiempo. Bien decía Saint John Perse: “Invalorables son los momentos, las esperanzas inciertas”.