Desde el inicio de la crisis derivada del COVID-19 se ha discutido que esta tendrá impactos desproporcionados en la vida de las mujeres. Efectos desproporcionados porque afectan más duramente sus oportunidades laborales; también porque han implicado incrementar la ya mayor carga de tareas de cuidado del hogar, de los niños, personas enfermas y otras tareas no remuneradas. El efecto combinado de estos dos impactos equivale a un retroceso de décadas en el cierre de brechas de género.
El Mckinsey Global Institute acaba de publicar un estudio donde estima que el efecto de la crisis hace que el riesgo de perder el empleo sea 1,8 veces mayor para las mujeres (respecto a los hombres).
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En el Perú, el reporte de empleo del INEI con datos a junio ya nos trajo evidencia sobre lo mismo. La caída en el empleo de las mujeres (comparando el año móvil 2019/2020 con similar período 2018/2019) es 1,5 veces mayor para las mujeres (9,2% vs 6,1%). Y estas cifras aún seguirán empeorando.
Respecto al primer trimestre del año, en el segundo trimestre (promedio móvil) se registra una reducción de la PEA ocupada femenina de 45% frente a una caída de 35% para los hombres.
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En el agregado, estos cambios, muy duros para todos –hombres y mujeres–, han hecho que el porcentaje de empleo informal crezca. Comparando la situación laboral de los últimos 12 meses con los 12 meses previos encontramos que la importancia del empleo informal creció y que las mujeres ya estaban –y siguen estando– sobrerrepresentadas en esa fuente de empleo.
Es decir, las mujeres perdieron más empleos y las que quedaron con empleo siguen fuertemente concentradas en el sector informal. Recordemos que en el sector informal se gana menos, no se tiene acceso a seguridad social (más precariedad en tiempos de pandemia) y el trabajo es altamente inestable. Esto sin entrar a discutir los menores ingresos registrados en estos tiempos.
Ante estos impactos que afectan más a las mujeres se requiere de acciones que sean también desproporcionadas. No solo porque han sido más duramente impactadas, sino porque los efectos de que sean justamente ellas las que más pierden o empeoren sus empleos genera otros impactos preocupantes: problemas asociados a la alimentación de los niños, pérdida de autonomía económica y, con ello, incrementos en exposición a situaciones de violencia, entre otros. Pero además, reduce las opciones de que estas mujeres vuelvan a trabajar –más aun con más tareas de cuidado– porque ganan menos y tienen menos posibilidades de obtener un empleo.
Los programas sociales que están más orientados a mujeres que a hombres ayudan a mitigar estos impactos, pero solo con programas sociales las mujeres no podrán recuperarse de esta crisis, ni asegurarse un empleo. Por ello, las medidas de empleo temporal y los programas de crédito o de compras públicas para reactivar la economía tendrían que incluir mecanismos para asegurar que llegarán desproporcionadamente a las mujeres.
Reconocer los impactos diferenciados entre hombres y mujeres es útil, pero solo si ello nos lleva a exigirnos una respuesta desproporcionada a favor de las mujeres.
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