Ilustración: Víctor Aguilar
Ilustración: Víctor Aguilar
Jorge Paredes Laos

En julio de 1821, por Lima circulaban todo tipo de rumores. Los más alarmistas anunciaban una inminente rebelión de esclavos que iban a tomar la ciudad por asalto, y no eran pocos los españoles que todavía creían en la llegada de una armada salvadora que había partido de Cádiz meses atrás y que, en cualquier momento, arribaría al Callao para romper el bloqueo de la escuadra libertadora y devolver todo a la normalidad. La crisis se agravó el 5 de julio, cuando la ciudad se enteró de la inminente partida del virrey La Serna a la sierra, convencido por sus altos mandos militares —como Canterac y Valdez— de que la batalla tenía que darse en el interior del país.

En la práctica, el virrey dejó la capital al borde de la anarquía. La autoridad recayó en el anciano marqués de Montemira y en una reducida dotación de doscientos milicianos, mientras muchos españoles se refugiaron en los castillos del Callao. En Extractos de un diario: Perú, 1821, que reproduce textos del marino escocés Basil Hall a su paso por Lima, se lee: “Multitudes se precipitaban hacia el castillo y cuando les preguntaban sobre la razón de su accionar, no podían dar otra explicación que el miedo. […] No fue fácil avanzar hacia Lima en contra de la multitud de fugitivos que marchaban en la dirección contraria: grupos de personas a pie, en carruajes y montados sobre sus caballos pasaban, apurados, por mi lado; hombres, mujeres y niños, con caballos y mulas, además de sus esclavos, quienes cargaban el equipaje y objetos de valor de sus patrones. Todos transitaban indiscriminadamente, en medio de un enorme griterío y confusión”.

En ese estado de cosas, no resulta extraño que el marqués de Montemira reuniera a algunos notables para determinar qué decisión tomar y, entre alarmado y resignado, le escribió una misiva a San Martín invitándolo a entrar y poner orden en la capital. El historiador Pablo Ortemberg, en Rituales del poder en Lima ( 1735-1828 ), señala que el argentino prometió lo que se le pedía con una sola condición: que se formara un cabildo y que “vecinos honrados” se decidieran por la independencia.

El protector

De esta manera, San Martín ingresó a Lima sin resistencia, y se cumplió su estrategia de propiciar y no imponer la separación de España. El 12 de julio entró a Lima de noche —casi a escondidas— para entrevistarse con el marqués de Montemira en su casa, pero sucedió lo inesperado.

“Cuando su llegada se hizo conocida —escribe Basil Hall—, al momento se llenaron la casa, el patio y la calle. Resulta que yo estaba en una casa en la vecindad y afortunadamente llegué al salón de audiencia antes de que la multitud se volviera impasable. […] En el momento en que yo entré al salón, una linda mujer de mediana edad se estaba presentando al general; cuando él se adelantó para abrazarla, ella cayó a sus pies, lo tomó de las rodillas y, mirando hacia arriba, exclamó que tenía tres hijos que estaban al servicio de San Martín, quienes, ella esperaba, ahora se convirtieran en miembros útiles de la sociedad en lugar de ser esclavos como lo eran hasta entonces”.

Mientras en la calle sonaban los cohetes y se escuchaban las “vivas”, los nobles y la población de Lima buscaron repetir con San Martín el mismo cortejo con que se recibía a un virrey. Muchas mujeres le ofrecieron regalos y, a la mañana siguiente, hubo un besamanos en la catedral con la presencia del arzobispo De las Heras. Como escribe Otemberg, “quien fuera el monstruo irreverente, responsable de los asesinatos de los Carrera y de los oficiales españoles en San Luis, se había transformando instantáneamente en el protector”.

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