Mario Vargas Llosa en su articulo para El País expresó que el enemigo más resuelto de la literatura es el feminismo. [Foto: Juan Boites/ El Universal, GDA]
Mario Vargas Llosa en su articulo para El País expresó que el enemigo más resuelto de la literatura es el feminismo. [Foto: Juan Boites/ El Universal, GDA]


La polémica que ha generado el último artículo de Mario Vargas Llosa es cosa bastante vieja para el campo cultural. Wayne C. Booth le dedicó un libro maravilloso: Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción (FCE, 2015). El punto de debate se puede resumir así: ¿apostamos por una crítica formalista o por otra centrada en la subjetividad del lector? ¿Creemos en la total autonomía de la ficción o en su naturaleza exclusivamente social? Los extremos no son buenos; por lo común, tienden a derivar en una discusión sorda y crispada entre dos posturas dogmáticas. Ni es el arte un fenómeno autosuficiente ni es solo un reflejo pasivo del hecho social: es algo más complejo, lleno de intersecciones y matices, que excede por mucho aquello que la radicalidad de las posturas contemporáneas intentan decirnos (convencernos).

Por un lado, tenemos a VLl capaz de criticar la decadencia del “arte” o denunciar las amenazas a este último, ejerciendo una perspectiva purista, que ignora las condiciones económicas y sociales que generan tal aparente “declive”. La literatura como un campo de “libertad radical” formula un escenario aislacionista, semejante al que sugiere el capitalismo tardío con su modo de vivir sin regulación, comunidad ni vínculos solidarios. No estamos frente a una lectura ética si la crítica no tiene en cuenta lo que la literatura hace con nosotros en el ámbito político. VLl no lo ha entendido nunca, realmente.

Del otro lado, una facción del feminismo dogmático no es capaz ni de leer bien a Susan Sontag, que se quejaba del radicalismo de la sobreinterpretación textual. Vivimos un tiempo exacerbado de emociones grandilocuentes: nos moviliza fácilmente la indignación y casi nada la distancia reflexiva. Es natural que haya discrepancia en las lecturas, así como en la vida social. Si no nos ponemos de acuerdo en que la lectura es una práctica conflictiva en la que dos lectores pueden ver cosas distintas —y, a pesar de ello, conversar—, ¿cómo esperamos hacer otro tanto en la vida política?

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