(Ilustración: El Comercio)
(Ilustración: El Comercio)
Carmen McEvoy

La noche del 7 de junio de 1829, la vivienda piurana que alojaba al presidente constitucional José de La Mar fue rodeada y sus habitaciones violentamente ocupadas por el Batallón Pichincha. Uno de sus miembros irrumpió en su aposento y entregó una carta en la cual se lo conminaba a una renuncia inmediata al cargo que ostentaba. Ante la negativa del comandante de la División Peruana en la Batalla de Ayacucho, este fue obligado a cabalgar, acompañado por un piquete de soldados, con dirección a Paita. Ahí fue forzado a embarcarse, alrededor de las 3 de la mañana, en la goletilla Mercedes con rumbo a Costa Rica. En una carta dirigida al Congreso, desde la ciudad de Cartago, La Mar apeló al derecho de defensa denunciando el “trato miserable” que recibió, dando cuenta, asimismo, de las “privaciones sumamente penosas” que sufrió en su travesía hacia un exilio forzado. La “malignidad”, que apuntó a desacreditar su actuación en la guerra contra la Gran Colombia seguida de la infundada acusación de ser un extranjero, tuvo por respuesta un comunicado en el que el simpatizante de la causa liberal aseguró que había defendido “los intereses sagrados” de sus “queridos peruanos”.

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Ser declarado “reo de lesa patria”, un concepto que atentaba contra su honor y buen nombre ganado con coraje en el campo de batalla minó la salud física y mental de La Mar. Vencido y alejado de su tierra, José Domingo de La Mar Cortázar murió en San José (Costa Rica) el 11 de octubre de 1830, a la edad de 54 años. En el sermón con motivo de la recepción, en Lima, de los restos mortales del presidente de la primera junta gubernativa emanada del Congreso Constituyente, el arzobispo Tordoya se refirió al primer mariscal americano como el “padre del Perú”. El “odio de las facciones y la medianía niveladora” según Santiago Távara, además de la traición de sus pares, culminaron con la deportación ilegal y la muerte temprana del que para algunos historiadores es considerado, no sin razón, el primer presidente constitucional de la república.

La traición, que como un COVID-19 del alma carcomió y aún carcome nuestra institucionalidad, ha sido el tema central de una serie de escritos e incluso de reconocidas piezas de la dramaturgia universal. “Hasta tú, Bruto” es la frase con la cual William Shakespeare sintetiza la sorpresa y el dolor de Julio César ante un pupilo en quien depositó confianza y cariño para recibir, a cambio, abyecta traición. Un tema que Shakespeare exploró, también, en “Coriolano” –metáfora de la traición por excelencia– y en “Henry VI”, en que nos recordó que “el agua corre tranquila allí donde el arroyo es profundo. Y en su apariencia sencilla oculta la traición”.



“En una historia plagada de sucesivas traiciones, como la nuestra, Miguel Grau, el marino leal a la república que marcha a la muerte, desprotegido por el Estado, sigue siendo un ícono irreemplazable”.

En contraste con la imagen popular del infierno como ardiente, para Dante Alighieri los traidores están congelados en un inmenso lago de hielo. En una zona llamada Judeca, en recuerdo de Judas Iscariote, el traidor de Cristo, se encuentran los traidores a sus benefactores. Los castigados en este círculo dantesco viven completamente inmersos en el hielo, con sus cuerpos distorsionados en múltiples posiciones y condenados al silencio eterno. Es muy probable que, de conocerlos, el gran Dante hubiera colocado en su “Divina Comedia” a los militares peruanos, quienes a partir de la traición a la Constitución y al presidente La Mar, empezaron su loca carrera por el poder, traicionándose y eliminándose mutuamente. Fernando Casos, el enemigo de la esclavitud que luego derivó en plumífero del magnicida coronel Tomás Gutiérrez, estaría acompañándolos, así como Eudocio Ravines, antecedente de los topos y saltapericos que habitan nuestro Congreso. El traidor por excelencia, Vladimiro Montesinos, que marcó la época nefasta de la cual no logramos recuperarnos, completaría la “división” peruana de la mano de todos los presidentes que, uno tras otro, prometieron preservar los intereses del Perú y nos traicionaron sin piedad.

¿Cuál es la cura contra la traición que destruye los lazos sociales, además de las instituciones? La lealtad que lleva a la confianza y a la construcción de colectivos capaces de caminar a una meta de bienestar compartido. No es una coincidencia que, en una historia plagada de sucesivas traiciones, como la nuestra, Miguel Grau, el marino leal a la república que marcha a la muerte, desprotegido por el Estado, siga siendo un ícono irreemplazable. Sin embargo, esa figura paradigmática no permite ver a otros actores anónimos trabajando leales y, sobre todo, en comunidad. Pienso en los miles de mujeres de las ollas populares que han regresado resueltas a dar la lucha por la vida. En los líderes amazónicos, como los caídos en Saweto, fieles a sus culturas y a sus bosques que cuidan en nuestro nombre. En los maestros de nuestra serranía visitando a sus estudiantes a caballo, para ver si reciben la señal de Internet. En los centenares de médicos y policías que siguen cayendo víctimas del COVID-19 mientras malos comandos los traicionan por cuatro reales.

Introducir la palabra ‘lealtad’ en nuestro vocabulario y nuestras prácticas cotidianas es fundamental para la forja de un nuevo pacto social que, respetando las diferencias, nos incluya a todos por igual. La lealtad a nuestras convicciones, la lealtad a nuestros seres queridos y amigos, la lealtad al Perú, esta tierra maravillosa donde nos tocó nacer, que lo único que espera es respeto, cariño y fidelidad. “La Constitución y las leyes serán reguladoras de mi conciencia” es una de las frases más notables de La Mar, quien nos dio independencia y república para ser traicionado y condenado a morir en el exilio. Su repatriación simbólica nos remite al tema de la traición y su némesis, la lealtad, valor en el que debe descansar la república que, ahora más que nunca, debemos reparar desde sus cimientos.

José de La Mar, víctima de una traición

En esa época de intrigas que fue la política peruana después de la independencia, el caso de José de La Mar fue paradigmático. Nacido en Cuenca en 1776, siempre se consideró peruano. Tras pelear en el ejército realista, se hizo patriota en 1821, y luego de una destacada misión en Guayaquil, fue elegido primer presidente constitucional del Perú en 1822. Un año después, sería destituido por Riva Agüero, pero reaparecería en Ayacucho en 1824 como gestor del triunfo que selló nuestra independencia. Tres años después, a la partida de Bolívar, volvería a ser elegido presidente por el Congreso, y caería víctima de una conspiración montada por los generales Gamarra y Santa Cruz. Estos le quitaron deliberadamente su apoyo durante la guerra contra la Gran Colombia para después acusarlo de timorato y extranjero y sacarlo del poder. Era 1829 y el tiempo de los caudillos había comenzado.


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