La batalla de Ayacucho, un acontecimiento decisivo en la guerra de independencia americana, revela la división de un ejército español y un rey considerado uno de los peores de la historia. En medio de este contexto caótico, los historiadores Justo Cuño, profesor de Historia de América en la Universidad Pablo de Olavide, Sevilla, y Natalia Sobrevilla, directora de Estudios de Pregrado en Estudios Hispánicos de la Universidad de Kent, Inglaterra, exploran los destinos de los “ayacuchos” derrotados al regresar a la península, analizando el impacto de las historias regionales en la narrativa histórica. Además, se aborda la provocativa hipótesis de que este enfrentamiento crucial pudo haber sido más una puesta en escena que una batalla real.
Justo Cuño
En las páginas de la “Gaceta de Madrid”, antecesor del Boletín Oficial del Estado, en 1825 se hablaba de la batalla de Ayacucho como “el desgraciado incidente de Ayacucho” y poco más. Resultaba un tema tabú, del que no debía hablarse. ¿Es que nadie en la península pensaba que el imperio se desmoronaba? El historiador Justo Cuño nos cuenta cómo, desde España, se vivió el proceso independentista.
—¿Qué noticias circularon inicialmente en la península tras la batalla de Ayacucho?
La prensa ibérica, como la “Gaceta de Madrid” o la “Gaceta de Lisboa”, construyeron una realidad paralela. Nada tenía que ver con los acontecimientos como se desarrollaron, y que las autoridades conocían, pues las noticias de Junín y Ayacucho llegaban a través de embarcaciones francesas e inglesas. Pero la prensa construyó un relato fantasioso, a la manera de las actuales ‘fake news’. Así, en la “Gaceta de Madrid”, Ayacucho fue una victoria rotunda para las tropas realistas. Sucre había muerto y Bolívar, herido, era perseguido hasta Cartagena de Indias. ¡Es alucinante! Hasta que no llegaron noticias evidentes, la “Gaceta de Madrid” y la de Lisboa no dieron su brazo a torcer. Siguieron manteniendo la versión oficial.
—¿Aquella miopía se debía a la fidelidad al rey Fernando VII o al miedo de asumir la realidad?
Las dos cosas. Primero, porque se produce en un momento complicado políticamente para la península. Se había acabado el dominio de los liberales que dieron el golpe de Estado a Fernando VII. En 1824, el rey pide la intervención a la Santa Alianza y los países más absolutistas ven en eso una oportunidad de frenar el liberalismo en el resto de Europa. Fernando VII acoge con los brazos abiertos la invasión de un nuevo ejército francés y nuevamente es repuesto en su poder absoluto. En esa coyuntura se da Junín y Ayacucho. Obviamente, recién repuesto Fernando VII en el poder, reconocer que las campañas en América habían sido un rotundo desastre, no era la mejor propaganda entonces.
—En ese contexto, ¿cómo era la moral de las fuerzas realistas?
Los generales estaban absolutamente desmoralizados. El conflicto de liberación en la península contra de los franceses, a partir de 1808, se trasladó al conflicto de independencia americana, complejizándose mucho más. Existen americanos y peninsulares en uno y otro bando. Hay americanos que pretenden construir naciones centralizadas mientras otros quieren federales, y existen españoles absolutistas y otros constitucionalistas. Es una enorme complejidad. El maniqueísmo de imaginar un conflicto entre “americanos contra españoles” no tiene pies ni cabeza. Y lo cierto es que, en el ejército realista, estaban hartos de un conflicto que se prolongaba por más de 10 años. ¿Sabes lo que es recorrer durante una década los Andes, subiendo hasta los 5.000 metros, llevando pertrechos de guerra que pesan 50 kilos, con la certeza de que no podían esperar ningún auxilio de la Península Ibérica? Los generales españoles no tenían ninguna perspectiva de poder ganar esa guerra. Por eso, al final de la batalla de Ayacucho, el general patriota Miller cuenta en sus memorias que vio al general realista Jerónimo Valdés, sentado en una piedra en el campo de la quinua, diciendo en voz alta: “Por fin se acabó este chiste”.
—¿Cuál es la responsabilidad del propio rey, Fernando VII?
Todos los historiadores coincidimos en que Fernando VII es el peor rey de la historia de la monarquía española. Y eso es decir bastante, pues España, desgraciadamente, no se ha caracterizado por tener buenos reyes. Imagina tener al peor de todos, en el peor momento. Los liberales lo sabían, y por eso luchaban contra él.
—¿Qué sucedió con los militares españoles que decidieron irse del Perú?
Fue un auténtico desastre. Fernando VII miraba siempre hacia otro lado cuando se producía una derrota, y responsabilizaba a quienes habían participado en ella. Y en el caso de los llamados “ayacuchos” pasó exactamente igual. Fueron inmediatamente recluidos y relegados, como si no hubiesen existido. En gran parte, eso forma parte de nuestro espíritu español heredado o construido históricamente: mirar hacia otro lado, esperar que las cosas se arreglen por sí solas. Nos cuesta mucho enfrentar los problemas. Y estos pobres hombres que volvieron a la península después de todos los sacrificios que habían hecho fueron postergados. Solo cuando Baldomero Espartero fue nombrado regente del reino, ya desaparecido Fernando VII, fue colocando a todos sus compañeros de armas en puestos decisivos de la administración.
Natalia Sobrevilla
Para la reconocida historiadora peruana, uno de los aspectos más importantes en estas celebraciones del bicentenario ha sido el enriquecimiento de la investigación historiográfica desde el aporte de las historias regionales, la aparición de nuevos y ricos archivos. Un resurgimiento de diferentes voces regionales generado en los últimos 30 años y toda una nueva generación de investigadores, con nuevas preguntas y herramientas.
— Los aportes de la historia regional muestran que el escenario de la guerra de independencia fue más brutal de lo que creíamos...
Fue extremadamente brutal. Pensemos en Cangallo, en 1822: incendios de pueblos, violación de mujeres, extracciones, una política de tierra arrasada. En el valle del Mantaro, el pueblo de Junín fue destruido siete veces. Cerro de Pasco, donde se produce la plata, cambiará de manos varias veces. Mientras tanto, hay otros lugares donde eso no sucede. Arequipa, por ejemplo. Allí llega Sucre con sus hombres en 1823 y es recibido con fiesta, sin ningún enfrentamiento. El impacto de la violencia varía mucho según la región. La guerra se siente de manera muy grande en Lima, en el valle del Mantaro, en Ayacucho. También en Nasca y Pisco, y en la zona del norte chico, Chancay y Ancón. Mientras que en Trujillo y Piura no hubo enfrentamientos.
—¿La batalla de Ayacucho marca exactamente nuestra independencia?
Es interesante. Cuando uno pregunta en qué momento termina la independencia, uno dice que con Ayacucho. Pero no es así. Bolívar irá al Cusco al año siguiente porque hay que tratar de organizar el Estado. Se da la Constitución vitalicia el año 1826. Bolívar es el gran general victorioso, pero después la victoria se le va a ir de las manos. El Callao no caerá hasta enero de 1826. Había un interés en romper el Perú entre el norte y sur. Todo es muy difuso. ¿Cuándo hablamos de un Perú independiente? Tenemos la constitución del 23, del 26, del 28. Y en todos esos tránsitos hay mucha ambigüedad, ensayo y error.
—Hay una hipótesis que plantea que la batalla de Ayacucho fue solo una puesta en escena. ¿Cómo lo ves?
Es una discusión muy antigua, que trata de restarle poder a Bolívar. En el siglo XX, en la década del 50, se dio una gran batalla cultural entre Venezuela y Argentina, debatiendo quién era más importante, si San Martín o Bolívar. Perón asumió la defensa de San Martín como una cruzada personal. Ahora hay mucha discusión alrededor si la batalla de Ayacucho existió o no. Yo no sé hasta qué punto sea verdad esta hipótesis. Soy del grupo de personas que piensan que la batalla no solo fue muy importante, sino muy sangrienta también. Veo difícil que haya sido un simple acuerdo de caballeros.
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