La semana pasada, en una jugada que bien podría servir para quitar los reflectores de su incesante búsqueda del poder absoluto, el presidente de El Salvador Nayib Bukele anunció que desclasificaría los archivos militares sobre la matanza de El Mozote.
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“Seguimos comprometidos que si hay algún archivo que falte por buscar incluso se harán de dominio público”, dijo luego de recordar que muchos de ellos fueron destruidos.
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La situación es, a todas luces, contradictoria porque, tal como lo indica “The New Yorker”, pareciera que Bukele está empecinado con evitar que se hable más del tema.
En agosto de este año, el mandatario ordenó la jubilación de todos los jueces mayores de 60 años, lo que afectaba el trabajo de Jorge Guzmán Urquilla (61), quien se encargaba de la masacre en los tribunales.
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Él fue quien decidió que el proceso justificaba una “imputación penal”.
“Esto puede ser la demostración de que Bukele está intentando terminar con el proceso”, escribe el medio.
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¿Por qué hay tanto temor sobre El Mozote?
Se trata de la última gran masacre sucedida en Latinoamérica, cuyos eventos se sucedieron en 1981.
Lo explica “The New Yorker”: “Una unidad de contrainsurgencia del ejército salvadoreño, el Batallón Atlacatl, recién formada y entrenada por Estados Unidos, se enfrascó en un barrido a través del territorio en poder de las guerrillas izquierdistas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN)”.
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Durante tres días, en El Mozote y “asentamientos circundantes”, asesinaron a 1.000 personas, “en su mayoría mujeres y niños, incluidos” 248 “niños menores de seis años”.
“Dio la casualidad de que El Mozote era un pueblo cristiano evangélico no alineado con la guerrilla; su población había aumentado por las personas que huían de los combates, que pensaban que allí estarían a salvo”, agrega “The New Yorker”.
Pero eso fue a grandes rasgos lo que sucedió. Los detalles son escalofriantes.
La tarde del 10 de diciembre del 81, el ejército llegó al Mozote -”que solo tenía unas 20 casas”-, obligaron a las personas a salir de las viviendas y los “acostaron boca abajo” en la plaza.
Los interrogaron y los volvieron a ingresar a las casas.
Lo que siguió fue separar a las personas en grupos y “las encerraron en la iglesia del pueblo” para interrogarlos, torturarlos y ejecutarlos.
El mismo destino tuvieron las mujeres y los menores, quienes murieron ametrallados.
El fuego causado por ellos, finalmente, consumió el lugar.
Hubo sobrevivientes: unos pocos llegaron a ocultarse en barrancos y cuevas, de donde salieron para ver los restos de sus familiares.
LA JUSTICIA, ¿PARA CUÁNDO?
Por años, los sobrevivientes de la masacre no tuvieron oportunidad para que se hiciera justicia. Hasta que, en el 2016, la Corte Suprema “derogó la Ley de Amnistía General de 1993″.
Desde entonces, se ha vuelto a hablar del tema y se han recordado ciertos eventos.
Por ejemplo, “The New York Times” anota que ni bien Ronald Reagan se convirtió en presidente de Estados Unidos, mandó ayuda a El Salvador para luchar contra el comunismo, encarnado en guerrillas como el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional.
Ya en diciembre, se ordenó una “campaña para sacar a los insurgentes de las montañas”. Según una “sentencia” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el operativo comenzó con un “bombardeo aéreo y de artillería” antes de la masacre del Mozote.
Sin embargo, la intromisión de la corte terminó con las posibilidades de justicia.
“Cinco días después de que la ONU emitió su informe en 1993, la asamblea nacional de El Salvador otorgó una amnistía por los crímenes de guerra cometidos durante esta”, escribe “NYT”.
Y el medio agrega: “Así, la impunidad ante las atrocidades cometidas -85.000 civiles fueron asesinados o desaparecidos durante el conflicto- ahora estaba consagrada por la ley y parecía que los líderes militares serían siendo intocables”.
Pero el caso se volvió a abrir, y entre las novedades se conoció que, durante la masacre, estuvo presente “el estadounidense sargento mayor Bruce Hazelwood”, asesor de EE.UU.
Hazelwood “declaró bajo secreto ante la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas” y se le preguntó por el coronel Domingo Monterrosa -quien murió en el 84 por atentado de la guerrilla-, responsable de la masacre.
Él respondió: “No diré que Monterrosa no lo ordenó”.
Y cuando la culpa del Estado salvadoreño se hacía más evidente, se acaba de suceder un nuevo traspié.
No solo bastó que, hace unas semanas, falleciera Wilfredo Medrano, el abogado que acompañó a las víctimas por una década, y quien se encargó del juicio que inició en el 2017 –y para el hasta “finales del 2019 había declarado 46 testigos”-.
Tampoco bastó que el juez encargado del caso, Jorge Guzmán, sea cesado de sus funciones por una reciente y polémica reforma. Él, en octubre del 2016, “reabrió la causa, donde un militar retirado confesó, por primera vez, la existencia de la masacre”.
Se acaba de conocer que el presidente de la Corte Suprema, Óscar López, anunció que el juicio tendrá que volver a empezar desde cero y, esta vez, liderado por el reemplazo de Guzmán.
Vale anotar que, según “La Prensa”, la llegada de López a ese cargo fue gracias a Bukele, luego de que sus congresistas destituyeran a “los cinco miembros de la Sala de lo Constitucional, que incluía al presidente de la Corte Suprema”.
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