Sobre desuniones y desaciertos, por Paul Rizo Patrón
Sobre desuniones y desaciertos, por Paul Rizo Patrón

En el Perú, lejos de cerrar y curar heridas, siempre se procura el reabrirlas. No solo para conocer mejor el pasado y resolver problemas, sino para agredir al adversario que fuere. Al escribir sobre temas históricos, se cuenta con un cúmulo de datos que deben ser usados con la mayor objetividad posible, tratando de evitar interpretaciones determinadas por ideas preconcebidas e intenciones prefijadas. 

Lo último se advierte en la resurrección del Caso Prado hace dos años. En una voluminosa publicación al respecto, vemos una inexplicable y penosa obsesión en cuanto al presidente y su familia. 

La abultada obra podía haber constituido un aporte valedero de no presentar hechos reales sacados de contexto, entretejidos con medias verdades e inexactitudes. Tiene el terreno abonado por la “leyenda negra” contra Prado, instaurada por el golpista Piérola, machacada en nuestra educación escolar en la búsqueda de un chivo expiatorio ante el desastre de 1879. 

Fuera de aseveraciones harto discutibles sobre la edad de Prado o el estatus de sus padres (asuntos de escasa importancia comparativa), y sobre las circunstancias del heroico sacrificio de su hijo Leoncio, revisemos algunas de las inexactitudes más saltantes. 

Primeramente, señalar que Mariano Ignacio Prado se enriqueció a partir de una coima. Se sostiene que fue durante la compra de baterías defensivas en 1867, tras el Combate del 2 de Mayo del año anterior, que significó la consolidación de nuestra independencia frente a España (según palabras de Ramón Castilla) y que le valiera a Prado la condición de prócer. Fue una adquisición justificada por la Marina peruana y, pese a un sobreprecio impuesto por la firma traficante, la única disponible en coyuntura de guerra. 

La operación se formalizó cuando Prado ni siquiera se encontraba en Lima (octubre de 1867), al estar combatiendo en Arequipa contra Diez Canseco y Balta, quienes luego prosiguieron con dicha compra, que pudieron haber objetado. Al presumir (sin un solo documento probatorio) que los recursos para las inversiones de Prado en Chile nacieron de semejante coima, se ignora que Prado gozó en su exilio en ese país (a partir de 1868) de amplio crédito, en reconocimiento del liderazgo continental ejercido en la guerra contra España. 

Además de su trabajo y habilidad, Prado contó con capitales de su familia política, que le permitieron denuncios, arriendos y –de las ganancias obtenidas– la propiedad de activos. Desde 1875 fue cediendo su conducción al alemán Carlos von der Heyde, para proseguir con su carrera política. Si tales activos fueron materia de exacciones del gobierno enemigo durante la Guerra del Pacífico, imposible debió ser el evitarlo. 

Se insiste sobre la supuesta fuga de Prado en diciembre de 1879, tema ya refutado por historiadores de la talla de Basadre, Vargas Ugarte y otros. Consenso hay que fue un error político, forzado por el fracaso de misiones previas y el momento desesperado, pero de ningún modo huida motivada por cobardía (acusación que la anterior trayectoria de Prado, incluso en la primera etapa de la guerra, desmiente tajantemente). 

Prado viajó para entrevistarse con el financista Grace y comprar barcos y armas, con aprobación de su gobierno y del Congreso (sin especificarse destino ni límite temporal). Pretendía extender en pocas semanas una ausencia de la capital que ya tenía varios meses, mientras estuvo en el comando bélico del sur. ¡Imposible fugarse dejando a sus hijos mayores y a varios parientes luchando en el frente; o abandonando a su joven esposa y menores hijos en Lima! Si Magdalena Ugarteche llegó a reunirse con su marido más adelante, al trabar Piérola su regreso, lo hizo sin planificación anticipada y para mantener a su familia unida. 

Se infiere traición de Prado por encontrarse en Nueva York con el “cónsul chileno”. Grave distorsión. El propio libro acusador –a pie de página y en letras pequeñas– admite que Charles R. Flint, norteamericano que ocupó ese cargo honorífico, ya había renunciado al mismo antes de la guerra. Interrogarlo, más bien, habría sido útil para el Perú, varias de cuyas gestiones financieras venían siendo afectadas por maniobras chilenas. 

Por todo lo anterior, vemos que se deducen conductas impropias ante complejidades mayores a las expuestas. Recientemente se publicó otro libro que apasionadamente defiende al prócer atacado. A su modo, sigue al héroe Andrés Avelino Cáceres, excepcional testigo de época, que en 1886 levantó las medidas contra Prado, lo hizo recibir por su edecán y, en 1918, develó una placa en su mausoleo, elogiando al “benemérito militar”. Gestos impensables de haber tenido alguna duda sobre él. 

Siendo nuestro país tan difícil, hoy con retos inmensos, no debemos buscar motivos de desunión. Menos a través de un personaje del pasado que desplegó todos los esfuerzos a su alcance, unos exitosos (1866) y otros fallidos (fines de 1879), para sacar al Perú de dos de sus coyunturas históricas más críticas.