(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Fernando Berckemeyer

Una de las conclusiones a las que ha llegado un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo () sobre el gasto público en (“”) ha dado la vuelta al mundo en titulares. Esta conclusión dice así: Con el dinero que malgastan anualmente los gobiernos de la zona (equivalente el 4,4% del PBI regional) sería posible acabar con la extrema en la misma.

Y, efectivamente, si es que uno cuantifica, por un lado, el 4,4% del que habla el BID y, por el otro, “las transferencias monetarias que se necesitarían para sacar a todos los habitantes de la extrema pobreza en cada país, suponiendo una focalización perfecta”, los números parecen calzar.

La afirmación del BID suena muy prometedora pero, lamentablemente, presenta varios problemas. Uno no menor es el supuesto de la “focalización perfecta”. Esto es, asumir que quienes manejan las transferencias pueden mostrar una puntería perfecta, además de completa buena fe, a la hora de seleccionar a quienes deberían de ser sus destinatarios (según el mismo informe del BID hoy reciben ayuda como pobres extremos en América Latina un número de personas 2,5 veces mayor al que correspondería).

El problema con esta asunción, naturalmente, es que a su vez supone en las burocracias estatales que necesariamente están detrás de estas transferencias un desinterés político constante, un muy informado y riguroso apego a lo técnico y una laboriosa entrega a la causa. Características todas ellas que no brillan precisamente por su ubicuidad ni entre los funcionarios púbicos ni entre los políticos a los que estos reportan.

Sin embargo, este no es el problema principal de la conclusión del BID a la que me refiero. El principal es el que permanecería intacto aun cuando pudiésemos razonablemente presumir focalizaciones perfectas. Me refiero al problema involucrado en asumir –como asume el informe y buena parte del pensamiento de la región– que una forma de “salir de la pobreza” es tener mensualmente “acceso” a más dinero que la cantidad que marca la línea entre pobres y no pobres, sin importar cómo se produzca este “acceso”.

La verdad, desde luego, es que hay una diferencia muy relevante entre poder satisfacer las propias necesidades con lo que uno produce para el mercado, y poder satisfacerlas porque uno recibe de alguien más lo necesario para ello. Esa diferencia se llama empoderamiento. Quien puede satisfacer sus necesidades porque produce lo suficiente para ello no vive en las manos de nadie en particular; quien, en cambio, las puede satisfacer porque recibe transferencias del Estado, está en las manos de este.

Es importante remarcar que no son las manos estatales tan generosas o “humanitarias” como muchos suelen pensar. Al menos para estos efectos, “el Estado” significa “los políticos que están en el poder”, y rara vez son los políticos personas predispuestas a dejar pasar la oportunidad de llevar agua para sus molinos (oportunidad implícita en el tener votantes dependiendo de sus decisiones para poder sobrevivir). El ejemplo extremo es el del carnet de la patria bolivariano, pero no hay que ir fuera de nuestras fronteras ni tan lejos en el tiempo para ver casos de programas sociales políticamente instrumentalizados. La mano que te da de comer es también la mano que te mantiene bajo su poder y puede, por ello, fácilmente convertirse en la que te aprieta.

Una cosa, pues, es atender a los pobres, y otra, muy diferente, es acabar con la pobreza. Lo primero es muy importante y necesario, pero, al menos si proviene de una voluntad de ayuda sincera, tiene que tener como meta final lo segundo.

Acaso este sea un buen test para diferenciar entre tipos de políticos. Ver quiénes se centran más en hablar de redistribuciones y transferencias; y quiénes en lo que incrementa la producción y en la potenciación de los factores de los que, esencialmente, esta depende: la inversión y el trabajo (para el que, dicho sea de paso, es tan crucial la educación).

Lo que en ningún caso se puede hacer es afirmar que uno ha sacado a otro de la pobreza porque le transfiere lo que necesita para sobrevivir; aunque “uno” sea el Estado. Haciendo eso uno no genera a un “ex pobre”; genera, en todo caso, a “mi pobre”. Es decir, alguien que ya no pasa hambre pero que depende totalmente de mí para no volver a pasarla y que, por lo tanto, está en mis humanas manos.