La convulsión mundial por el COVID-19 no solo encierra el grave riesgo de colapso de los sistemas sanitarios y económicos, sino también el de los sistemas democráticos.
Los sistemas democráticos más expuestos a sufrir consecuencias extremas saben que su suerte depende más de sus equivocaciones que de lo que pueda causarle la pandemia o un crack financiero internacional.
El riesgo de colapso proviene principalmente de la incapacidad total de los gobiernos, congresos y partidos para gestionar con eficiencia servicios sociales básicos puestos precisamente a prueba por la pandemia: salud, educación, agua potable, seguridad interna, empleo, consensos, energía, Internet, transporte, abastecimiento alimentario y estabilidad jurídica. Nunca antes, como hoy, las autoridades políticas en su conjunto habían sido desnudadas en su incompetencia para garantizar mínimos niveles de bienestar social y confianza en situaciones de crisis, inclusive más allá de la compra y provisionamiento de vacunas.
El mismo riesgo de colapso proviene también de algunas debilidades, maniobras y omisiones autodestructivas de los propios sistemas democráticos, al abrirle las puertas de sus muros a sus adversarios más potenciales, bajo reformas y cambios constitucionales reñidos con el consenso (única manera de hacerlos racionales, consistentes y viables) y aplanadoras ideológicas de izquierda corporativista o de derecha mercantilista. La metáfora milenaria del caballo de Troya, de tener al enemigo dentro, se multiplica tanto en el primer mundo (ahí está el fenómeno Trump en la vitrina de cristal de los Estados Unidos) como en el segundo y tercer mundos, acostumbrados a pasar de las democracias a las tiranías.
Las tendencias autodestructivas de los sistemas democráticos que hoy se toman como un mal pasajero van desde el ocultamiento sistemático de la verdad y el aumento de fisuras notables en las reglas de juego legales y constitucionales hasta el debilitamiento extremo de los resortes de separación y contrapeso de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Justicia), pasando por la generación de fermentos de odio y polarización radicales entre el bien oficial y el mal contestario y por mecanismos de abuso del poder contra las libertades civiles y los derechos humanos.
Estos sistemas democráticos en riesgo de colapso no tienen que ser salvados por la OEA o las Naciones Unidas. Solo pueden ser salvados por sus propios controles de daño institucionales, como una milagrosa cama UCI puede salvar la vida de un paciente moribundo infectado por el COVID-19.
Por mucho tiempo no tendremos una respuesta precisa acerca de qué salvó realmente al sistema democrático estaounidense de las manos de Donald Trump: si el propio Trump perdiendo las elecciones ante Joe Biden o el control de daño rápido y aficaz de demócratas y republicanos para convertir la reciente insurrección violenta en el Capitolio (sede del Congreso) en la fortaleza reorientadora institucional urgente de la mayor potencia política, económica y militar del mundo.
Igualmente por mucho tiempo no tendremos una respuesta precisa acerca de qué salvó realmente al sistema democrático peruano de las manos autoritarias de Martín Vizcarra: si las investigaciones fiscales que este deberá responder, como lo tuvieron que hacer sus adversarios bajo presión política de su gobierno; si la acumulación grotesca de la mentira en muchos de sus actos presidenciales; si su responsabilidad en la disolución (a mi juicio) inconstitucional del Congreso; o si el control de daño que condujo a su vacancia, en principio acatada por él como una medida legal y constitucional del Congreso, para luego pretender desconocerla invocando al Tribunal Constitucional, dentro de condiciones políticas irreversibles: la renuncia de Manuel Merino de Lama a su breve paso por la presidencia transitoria y su reemplazo por Francisco Sagasti.
Las figuras de Donald Trump y Martín Vizcarra, cada cual desde sus audaces y desafiantes posiciones de colocarse por encima de la ley y la Constitución, parecen encajar, como caballos de Troya, dentro de las precariedades autodestructivas de sus respectivas democracias.
A la luz de estos tiempos de riesgo y de colapso, el presidente Francisco Sagasti tendrá que dejar de mirarse en el espejo de Jefe de Estado para mirarse mucho más en el espejo de jefe de Gobierno y de un sistema democrático que le ha tocado en suerte conducir, no para ponerlo al borde de su autodestrucción, sino para mejorarlo y fortalecerlo mediante sus propios controles de daño, entre ellos una Constitución que posee sus propios mecanismos eficaces de reforma. Si Sagasti sueña con un nuevo contrato social, que ese sueño sea de consenso y no impuesto ni tergiversado ni manipulado por una agenda o encuesta de encargo.
No quisiéramos imaginar ni por un minuto al democrático, republicano y señorial Sagasti montado en un caballo de Troya de izquierda o de derecha sino en un noble y confiable Rocinante, como sabiamente lo pintan sus caricaturas.
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