Todo lo que ha ocurrido con Petro-Perú da la razón al capítulo económico de la Constitución de 1993, particularmente al artículo 60, que establece que, solo autorizado por ley expresa, el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial. Es decir, que el Estado solo podría intervenir empresarialmente allí donde el sector privado no invierte porque no es rentable hacerlo.
La sola existencia de Petro-Perú viola ese artículo, y con gran costo para los peruanos, que tenemos que echar mano al bolsillo de los impuestos que pagamos todos para solventar el desastre financiero de esa empresa. Si fuera privada, en vez de pérdidas, estaría dando utilidades y pagando impuestos al erario nacional, en lugar de tomar recursos de él.
Y la razón es muy sencilla y fue muy bien reflejada en el título del libro que publicó Carlos Paredes luego de haber sido presidente de esa empresa durante diez meses: “La tragedia de las empresas sin dueño”. Allí explica cómo una empresa que carece de un dueño termina siendo apropiada por los estamentos gerenciales y las dirigencias sindicales, a quienes llama “la gran cofradía”. La “casta” de Milei. Una casta cuyos objetivos no son los del país o los de la propia empresa, sino los suyos propios, que persiguen a través de sobreprecio en las compras, licitaciones dirigidas, viáticos sin sustento, falsificación de facturas, robo de combustible, entre otras trapacerías, fuera de los privilegios sindicales absurdos y desmedidos, algunos de los cuales, como la escolaridad de los hijos hasta los 29 años, fueron ya señalados por el ministro de Economía José Arista.
El nuevo directorio tendrá que infundirse de la fuerza de Hércules limpiando los establos de Augías. Porque el reto, de pronóstico reservado, será transformar una gestión patrimonialista, donde los miembros de la gran cofradía manejan los recursos de la empresa como si fueran propios, sin transparencia alguna y ocultando información real, en una gestión empresarial moderna y eficiente. Se ha asegurado, por ejemplo, que la refinería está terminada, pero en realidad faltarían componentes que impiden sacar ciertos productos.
Lo primero que debería hacer el nuevo directorio es realizar una auditoría y darla a conocer a la opinión pública. Y aprobar un plan que lleve al ingreso de capital privado hasta que este tenga mayoría. De lo contrario, nuevas autoridades políticas podrían volver a convertir Petro-Perú en un botín político o en el reino de la cofradía.
Quizá por su propia debilidad y por inconsciente ideológico, el Gobierno no se atrevió a adoptar la decisión que debió tomar: liquidar la empresa, o ponerla en manos de los acreedores en un proceso concursal, o alguna modalidad de concesión o privatización. Existe la mitología de que una empresa petrolera estatal es una suerte de estandarte nacional que expresa la potencia del Estado Peruano y del país, y que tiene que existir porque se trata de un recurso “estratégico” cuyo control permitirá acumular e irradiar riqueza al conjunto de la economía. Algo así como la nave insignia de la economía y de la fuerza nacional, y motivo de orgullo patrio.
Eso es casi humor negro. Lo que importa no es tener una empresa estatal solo para realizar los sueños dirigistas de los políticos o los ideólogos de izquierda, a costa de los peruanos, sino multiplicar la producción de petróleo, que más bien ha venido cayendo. El verdadero nacionalismo consistiría en desarrollar el potencial petrolero que tiene el país, incentivando, con menores regalías y sin límites temporales, la venida de empresas privadas que exploren y exploten el recurso para beneficio de todos los peruanos gracias a los impuestos correspondientes.
Una empresa no puede ser un fin en sí mismo. Es un medio para producir. Y si el medio no funciona debido a su naturaleza estatal, hay que cambiarlo.