En las últimas dos semanas he comentado sobre el riesgo de respuestas autoritarias ante los problemas de naturaleza política que nos aquejan. Un elemento que explica este tipo de respuestas es la comprensión del conflicto, por parte de algunos sectores, no como un resultado natural del carácter diverso, complejo y plural de nuestra sociedad, cuya resolución requiere de persuasión, negociación y de una confrontación que eventualmente se resuelve a través de los cauces institucionales, sino como parte de una batalla en la que se enfrentan a un enemigo malévolo, que no tiene cabida dentro de la comunidad política y que debe ser destruido.
Creo que el punto de partida de esto es la radicalización de la derecha, en la que posiciones liberales empezaron a ser desplazadas por posturas extremistas. A propósito de las elecciones del 2021, los riesgos detrás de la candidatura de Pedro Castillo, que, por supuesto, despertaba justificada crítica y desconfianza, fueron magnificados para ser visto como parte de un elaborado plan de destrucción de la democracia y de la implantación de un régimen totalitario, basado en una maquinaria nacional e internacional con cuadros y operadores capaces de imponer su voluntad a la población, sobre la base de la manipulación y la amenaza. Este tipo de mirada es el que sustentó la visión de un fraude a gran escala en las elecciones del 2021: siendo Castillo visto como líder de un plan macabro, no resultaba concebible que tuviera respaldo popular. Tenía que ser fruto de un fraude o, en todo caso, de la ignorancia, ingenuidad o resentimiento de esos sectores.
El tiempo pasó y, por supuesto, las pruebas del fraude nunca aparecieron. Lo que ocurrió es que Castillo, a pesar de ser un personaje mediocre y corrupto, se convirtió en un símbolo de identidad y reconocimiento para muchos ciudadanos, especialmente en ámbitos rurales y en el sur andino. El problema es que no parecemos haber asumido las lecciones de esa experiencia. Ahora, el mismo sentido común parece reaparecer, esta vez en la mirada de las protestas sociales en contra de la presidenta Dina Boluarte.
La ola de protestas resulta incomprensible e injustificada, en tanto la presidencia de Boluarte es, en efecto, la respuesta del Parlamento a un intento de golpe de Estado. Que las protestas levanten banderas como la renuncia de Boluarte, el adelanto de elecciones, el cierre del Congreso y la realización de un referéndum para aprobar la convocatoria de una asamblea constituyente solo puede ser entendido, desde esos sectores, como fruto de la acción de dirigencias extremistas que pretenden, nuevamente, destruir la democracia, respaldadas por un importante apoyo externo. De nuevo, no se puede entender que Castillo constituyó un símbolo de inclusión para sectores importantes del país, que en esos sectores otros proyectos políticos, como los del Frente Amplio y el Nuevo Perú, sufrieron el desgaste de la política institucional y fueron desplazados por otros más radicales. Lo que pasó en algunas dirigencias magisteriales, en donde Patria Roja fue desplazado por el Fenatep, pasó también en los ámbitos rurales. Y no es en absoluto que la población se haya “senderizado”, sino que estas otras dirigencias parecen ser más eficaces al negociar sus demandas. La respuesta puramente represiva del Estado no hace sino facilitar las cosas a las dirigencias radicales, y debilitar a los sectores que podrían participar en diálogos y buscar salidas pacíficas. La lógica de búsqueda de “pruebas” de la infiltración, manipulación e intervención de actores externos recuerda demasiado a la búsqueda de pruebas del fraude del 2021.
Así, la gran paradoja es que los sectores de derecha extrema han logrado, con sus propias iniciativas, legitimar discursos radicales que, con otro tipo de respuestas, podrían no haber tenido éxito. Hoy, que estamos ante un coyuntural momento de reflujo, sería importante abandonar el discurso de la conspiración y la manipulación para reconocer la validez de muchas de las razones que están en la base de las protestas en contra del Gobierno.