Globalmente, una de las consecuencias de la crisis generada por el COVID-19 ha sido la acelerada adopción de tecnologías digitales y de espacios virtuales. Con menos preparación de la deseable –en términos de conectividad, talento y seguridad digital–, personas, empresas y gobiernos de toda América Latina y el Caribe (ALC) se han volcado hacia soluciones y plataformas digitales (teletrabajo, tele-educación, telemedicina, ventas, compras, trámites en línea, audiencias judiciales vía ‘Zoom’, logística, reclutamiento y un largo etcétera). Ya es un lugar común decir que esta pandemia hizo por la digitalización lo que muchos estiman que podría haber ocurrido en un horizonte de entre tres y diez años.
En el contexto actual, la digitalización es un imperativo social (es necesaria para temas muy evidentes, como el otorgamiento de créditos y subsidios, pero también para la salud y la educación), empresarial (ninguna empresa será competitiva, ni siquiera localmente, sin herramientas digitales) y hasta personal (como mantener el empleo, si uno es afortunado y puede teletrabajar; socializar con la familia, aun si esta vive cerca; comprar y hasta hacer ejercicio). Sin embargo, la digitalización no es igual en todos los países, y desnuda enormes disparidades al interior de la mayoría de estos.
La transformación digital ofrece grandes oportunidades en términos de eficiencia y de futura aceleración del crecimiento, pero también presenta desafíos complejos. Por ejemplo, aun sin la presión del COVID-19, ALC tenía un déficit de talento digital que el BID estima en 600.000 profesionales, una penetración de banda ancha muy limitada y/o inaccesible por el precio y carencias en ciberseguridad que generan riesgos estimados en varios puntos del PIB. Desde el punto de vista gubernamental, si bien casi todos los países cuentan con una estrategia digital, menos del 30% de trámites burocráticos estaba disponible ‘online’ antes de la pandemia y solo un 7% de los ciudadanos declaraba haber usado dicha opción (aunque los promedios en nuestra región esconden realidades diversas: Uruguay, por ejemplo, es líder global en digitalización, mientras que Haití está entre los 15 menos avanzados). Así, cerrar estas brechas, aun con la crisis actual, es urgente, pues no cabe duda de que el mundo será más digital después del COVID-19. Y le corresponde al Estado asegurar que la necesaria e ineludible transformación digital no profundice las desigualdades.
Desde el punto de vista de las políticas públicas, por otro lado, la implementación de una agenda digital presenta un desafío financiero: inversión en infraestructura para conectar a toda la población, especialmente a la más alejada; inversión en programas masivos que generen talento humano suficiente para el sector público y para la creciente demanda en el sector privado; e inversión en la adopción de políticas de ciberseguridad y en tecnología para el sector público. Pero también presenta retos regulatorios y de gestión.
Respecto al financiamiento, es alentador que los presupuestos para la transformación digital del sector público que se proyectan para el 2021 sean mayores, aun cuando luzcan todavía insuficientes. Asimismo, en varios países se están diseñando o acelerando planes para mejorar la conectividad por vía pública, privada o por intermedio de asociaciones público-privadas. Aumentar recursos es necesario, pero tan o más importante que esto es contar con una gestión radicalmente más eficaz para transformar la administración estatal y la prestación de servicios, y para cumplir con la responsabilidad de crear el entorno para acelerar la digitalización de la sociedad y de la economía.
Hay piezas fundamentales que toca resolver rápidamente. Por ejemplo, tener una identidad digital segura y robusta (en el sentido de una única identidad digital que permita acceder a todos los servicios en el punto de la transacción), contar con una firma digital que reemplace la firma con tinta para las gestiones dentro del Estado y entre empresas y entidades públicas, desarrollar interoperabilidad de bases de datos y servicios públicos y garantizar una factura electrónica masiva que permita desarrollar inteligencia fiscal para mejorar la recaudación.
De manera más amplia, es necesario trabajar en el ecosistema de la economía digital: diseñar e implementar programas masivos de formación de habilidades digitales (cursos ‘online’, certificaciones y ‘bootcamps’ son los formatos que se están siguiendo en los países más avanzados de la región) o programas masivos de asistencia técnica para que las mipymes puedan adecuar sus negocios al mundo digital. Todo esto, además, apoyado en un sistema de ciberseguridad sólido, con capacidad de respuesta rápida y que cubra todos los sectores económicos –no solo al público–.
La agenda antes descrita requiere de un cambio de “chip”. Este nuevo “chip” implica una cultura de innovación y de toma de riesgos, de actuar con sentido de oportunidad, de ser capaces de coordinar estrechamente con el sector privado y, al interior del público, de pensar en resultados y no en reglas e insumos. Un cambo radical para enfrentar una realidad que también ha cambiado radicalmente.