El gobierno de Venezuela no es una dictadura cualquiera. Expresa un nuevo modelo de autocracia. Es lo que Anne Applebaum describe como “una cleptocracia autocrática en toda regla, un Estado mafioso construido y administrado completamente con el propósito de enriquecer a sus líderes” (“Autocracy, Inc.: The Dictators Who Want to Run the World”). El modelo es Putin.
Por eso, pese a la evidencia abrumadora del triunfo arrollador de la oposición, no puede darse el lujo de entregar el poder por las buenas. Applebaum cuenta la historia de Urdaneta, el compañero de armas y de campaña más cercano de Chávez que al comienzo de su gobierno le advirtió de corruptelas de altos funcionarios, para que pusiera coto. Lo que hizo Chávez fue pedirle su renuncia. “Al igual que Putin, hizo un cálculo político diferente, diseñado no para hacer que su país fuera próspero, sino para mantenerse permanentemente en el poder. Apostaba a que los funcionarios corruptos demostrarían ser más maleables que los limpios, y tenía razón”.
Desde el comienzo hubo luz verde para robar. Lo primero fue PDVSA. Cientos de millones de dólares fueron a parar a cuentas bancarias en el exterior. Una investigación del 2021 mostró que los bancos suizos ocultaban US$10 mil millones a nombre de funcionarios de bancos estatales venezolanos, empresas eléctricas y otras entidades. El manejo de los tipos de cambio múltiples fue otro negociado fabuloso. El lavado de activos en inversiones inmobiliarias también. Y, por supuesto, el narcotráfico. Applebaum cita a Jorge Giordani, un economista marxista que fue ministro de Economía de Chávez, quien calculó que la cantidad total robada antes del 2013, el año en el que murió Chávez, fue de unos US$300 mil millones.
La corrupción es la amalgama que une al régimen. No solo eso: orienta las decisiones de política económica. Las expropiaciones de empresas privadas obedecían a la necesidad de apoderarse de botines productivos. La ideología era solo una racionalización, como diría Marx. Eso destruyó la economía, pero las decisiones de liberalizar se tomaron demasiado tarde debido a la resistencia de los saqueadores.
El sentido de la institucionalidad se invirtió. La fiscalía y el Poder Judicial no existen para perseguir la corrupción, sino para procesar a los que osan denunciar actos de corrupción o acoso estatal. Por eso, Maduro acude al Tribunal Supremo de Justicia para que confirme el resultado fraguado. Los aparatos de inteligencia no son para prevenir ataques extranjeros (por el contrario, están en manos de cubanos), sino para develar disidencias internas –como en cualquier mafia, la traición se paga caro–. Y para reprimir ferozmente a la oposición, con la colaboración del Tren de Aragua, como ocurrió en el 2017, según reporta Ronna Rísquez.
La destrucción de la economía sirve para mantener adictos a los pobres con dádivas, mientras la narrativa delirante de Maduro mantiene el control social acusando al imperio y a la oposición de todo lo que ellos son –criminales y narcotraficantes– apenas dos años después de que EE.UU. devolvió a dos sobrinos suyos procesados por narcotráfico. Y ahora viene la falsificación masiva de las actas.